Imagino que se pasaría las horas contando los minutos, igual que se habrá pasado los días contando las horas. No sé cuántos años lleva en el taxi, desde que la reconversión industrial le dio la patada a Astilleros y, de rebote, a toda la ciudad que vivía a su costa.
Tuvo suerte, y él lo reconoce, o la previsión, ya en los años setenta, de tener preparado el carnet de conducir ("de primera especial", como se decía) por si algún día se torcían las cosas, como se torcieron. Cambió el soplete por el volante, y ahí aguantó, a pie de parada, un año tras otro.
Hasta anteayer, que le tocó la hora de jubilarse. Como unas castañuelas, desde el verano. Será porque se ve, como yo lo veo, todavía joven.
Y el último día, por la tarde-noche, mientras espera en la parada, un señor que se le sube al taxi. Y le pide que lo lleve, desde el Corte Inglés, hasta Puerto Real. Dicho y hecho, usted manda, jefe. El trayecto, imagino, entre charlas (los taxistas son sabios, charlatanes y por desgracia algo reaccionarios). Llegan al sitio, y el cliente le pide que lo espere, que no tarda nada. Dicho y hecho, usted manda, jefe. Le invita el cliente a tomarse una cervecita en el bar, mientras espera, pero él lo rechaza: tengo que conducir de vuelta, y no está la cosa para tener que soplar luego a la benemérita. Pues me espera aquí. Dicho y hecho, usted manda, jefe.
Tarda el cliente unos pocos minutos que él invierte en eso tan prosaico que es cortarse las uñas. Por fin, vuelve. Se monta en el coche, y todavía no han arrancado cuando aparecen dos hombres, placa y pistola en mano. Quedan ustedes detenidos, acompáñennos a la comisaría.
La leche en polvo. Sin que el taxista lo sepa, ni lo sospeche, el cliente ha bajado de un barco o trabaja para quienes han bajado de un barco y ha ido hasta Puerto Real en busca de droga. La policía le dice al taxista, entre sonrisas, que los vienen siguiendo desde el Corte Inglés. Porque el cliente, que debe ser algo lelo, ha tenido el detalle de preguntar allí en la puerta del centro comercial, a un señor que había allí mismo, dónde podía comprar coca, o lo que fuera. El señor se lo ha dicho, amablemente, y el cliente pilla el taxi y se pone en marcha, sin pararse a pensar cómo un señor al azar sabe dónde aprovisionarse de farlopa... ni darse cuenta de que está hablando con un policía de paisano que da el aviso en cuanto el otro se gira y monta en el taxi.
Les toman declaración y el apurado cliente queda detenido. El taxista no da crédito a lo que está pasando. La policía le dice que no se preocupe, que saben que no tiene nada que ver, que son los azares del destino. Y le expenden un papel donde lo exoneran de todo, imagino que su declaración jurada, que él dice que va a enmarcar, porque hoy, precisamente hoy, o más bien ayer, desde hace unos minutos, era su último día en el trabajo. De buen humor, la policía se ofrece a sellarlo, para que lo conserve en ese marco prometido.
Apurado, el cliente le pregunta qué le debe por la carrera. Con sorna y con un peso enorme quitado de encima, el taxista ya jubilado, mi tío por más señas, le dice que para qué, que si le tiene que cobrar las horas que lleva el taxímetro en marcha no va a tener dinero para pagar luego la fianza.
Y se volvió a casa, tres veces libre.
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