Posiblemente, yo no tendría que haber estado allí. Ni la mujer tampoco.
En mi caso, toda la mañana en el colegio, un día con pocas clases, y un rato que decido salir, de improviso, para pasarme por el banco.
Cruzaba el semáforo cuando he escuchado un grito, un intento de frenada, un golpe metálico, y entonces, a un par de metros, una mujer que vuela: lanzada en la moto, quizá sin frenos, o sorprendida por el semáforo en rojo, ha intentado colarse entre dos coches que respetaban su prohibición de paso: la moto temblequeó, chocó con la rueda delantera de uno de los dos coches, luego con el retrovisor, y la mujer fue catapultada, literalmente, media docena de metros.
La vi pasar ante mí, ya digo, el grito sofocado, la trayectoria imparable. Y el casco, un quitamiedos que de nada sirve, que vuela por delante de ella: no lo tenía bien sujeto.
La mujer se ha clavado en el suelo, de cara, hundiendo el rostro en el asfalto. La he visto y al instante me ha parecido un cadáver: inmóvil, un guiñapo, vacía de animación. Todo en un segundo, el que separa la normalidad de la catástrofe.
El grito de todos, la consternación de quienes aún no habían cruzado el semáforo. Acudían a auxiliarla cuando yo, que la veía de frente, los paro. Que no la mueva nadie, ordeno, como si yo fuera un médico, sin serlo. Todos me miran. Comprenden que la gravedad del accidente es tan seria que no deben atreverse a tocarla.
Llevo, casualmente, el móvil en la mano. Corto la llamada en curso y de inmediato llamo a la policía local. Ha habido un accidente en tal sitio. Acuden en menos de dos minutos. Llegan también dos ambulancias, una de ellas del 061. Con diligencia, mientras un guardia reconduce el tráfico que ya se impacienta, otro nos toma declaración. Los enfermeros (¿paramédicos?) atienden a la mujer herida, le colocan un collarín, la pasan a la camilla, la suben a la ambulancia. Quiero creer que la he visto mover, débilmente, una mano: en todos los minutos transcurridos no ha movido un músculo del cuerpo.
Vuelvo al colegio, la avenida se despeja. En un par de minutos, el incidente no es ni siquiera un recuerdo.
Excepto para la mujer herida, que comienza ahora una pesadilla, quizás, un nuevo aclimatarse a una vida diferente.
Y todo en un segundo. No hubo, ni hay nunca, presagios del mal momento. Ella no imaginaba, cuando salió de casa esta mañana, cuando tomó la curva a más velocidad de lo permitido, cuando se despistó un segundo, que todo iba a darle la vuelta en un abrir y cerrar de ojos.
Porque sorprende la vida como a veces sorprende la muerte, y aunque el destino no exista, este tipo de momentos te recuerdan que, es verdad, tarde o temprano seremos juguetes suyos.
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