Ahora que el tiempo por fin acompaña, aprovecha uno las horas de luz de la tarde para recorrer las calles de Cádiz, para patear el suelo de Cádiz, para regodearse en la luz y revivir un poco, después de un invierno tan largo, tan soso y tan frío, como revive también la naturaleza y lo festejaremos dentro de nada, sabiéndolo o no, con romerías y ferias. Y sale uno por fin a la calle y pasea y saluda o esquiva y sobre todo, ay, se extraña, porque el Cádiz que uno tiene en el pasado y los recuerdos no coincide ya demasiadas veces con el Cádiz que se va encontrando en la realidad de hoy. Si ya los gaditanos parecen salidos del Bronx o de Manhattan, si se empiezan a ver, y ojalá vengan más, gaditanos y gaditanas que pertenecen a otras etnias, si la soledad de muchas calles a horas tempranas nos indica que cada vez nos vamos convirtiendo más en pueblo y ni siquiera en pueblo grande, choca descubrir en carnes cómo los comercios pequeños, no necesariamente los de toda la vida, han ido cambiando imperceptiblemente o de golpe y porrazo, hasta configurar una población que lucha entre lo moderno y prístino y lo arrinconado y a punto para el derrumbe.
Pasea usted por Columela o por San Francisco y comprueba con sorpresa que aquella tienda de modas de toda la vida ahora pertenece a una franquicia, neón impersonal, maniquís de diseño, ropa de tallas que no hay ser humano que se enfunde. O, peor aún, muestra abandonados detrás de los escaparates sucios los restos de una actividad humana que parece muy lejana en el tiempo y que sin embargo estaba allí, renqueando sin duda, hace tres o cuatro semanas: las etiquetas y los anuncios de liquidación o de segunda rebaja, las perchas abandonadas a su suerte. Los videoclubes desaparecieron, como desaparecieron las Barracas, y los todo a cien, y las inmobiliarias. Ya no quedan kioscos donde comprar el tebeo de la semana, que ni siquiera existe ya, y la duda que me queda, después de intentar recuperar aquellos paisajes urbanos, es dónde compra la gente hoy la prensa del corazón o la deportiva, si sólo quedan los huecos o, como el caso del kiosco de Ingeniero la Cierva, un monumento a la nada que imagino se perderá para siempre en cuanto metan la primera excavadora para arreglar la plaza y fastidiarnos sine die a los que guardamos el coche debajo (lo primero que se perdió en esta ciudad, claro, fueron los aparcamientos).
Pasea usted por la Laguna o por la Avenida y tres cuartos de lo mismo: ya no están aquellos bares históricos, barridos por ese deterioro que tendríamos que haber convertido en progreso y no supimos. Los supermercados no reponen y hay que estar ojo avizor para cuando llega el reparto del pan Bimbo, que nos deja el integral con cuentagotas. Ya no hay cines en nuestras calles, ni librerías. Se reciclan una y otra vez los locales de esa nuestra arteria principal y muchos de ellos, imagino que por los precios que se piden en alquiler o traspaso, permanecen ahí a la espera de nada. Si sumamos luego esos tres o cuatro establecimientos de cualité que abren cuando les da la gana y a horarios que nadie entiende, comprendan ustedes que el placer de pasear por nuestras calles se me convierte a veces en una sensación inquietante, como si pasera por una ciudad virtual que no coincide con la que veo en mi mente, como si estuviera condenado a empujar mi sombra por una ciudad fantasma.
Antes hablábamos de “los locales malditos”, esos que cambiaban cada dos por tres de negocio y de estructura, los que estaban condenados a volver a mutar poco después, siempre con la rémora del cierre a cuestas. Lo que no sabíamos es que esos locales malditos acabarían por convertirse en una enfermedad contagiosa.
Lo peor de todo es que esta crisis no empezó con esta crisis. El abandono de nuestra actividad comercial, por mucho que queramos ser ciudad turística, no es cosa nueva, aunque todavía sorprenda, todavía duela.
Publicado en La Voz de Cádiz el 20-04-2009
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