Yo debía tener unos siete y ocho años y ya tenía la casa llena de tebeos. La aventura fue venderlos, en el patio de mi casa que era cuadrado y feo y parecía un mundo enorme en sí mismo. Y venderlos a las cinco de la tarde de un jueves de verano, cuando dormía todo el mundo y el sol era casi insoportable.
Tenía dos socios, Ramón el Negro y su hermana Montse (creo que se llamaban así, o de modo muy parecido), que aportaron también sus tebeos de rigor. Poquita cosa, y muy estropeada. Reconozco que me decepcionó un mucho.
Pasamos allí toda la tarde, en el patio cuadrado y feo, soportando el sol, las moscas, el sueño y el silencio. Y gritando de vez en cuando aquella expresión que me causó, ya tan pequeño, el resquemor lingüístico que siempre asocio con mis primeros años. ¿Tenía que decir "se vende tebeos" o "se venden tebeos"? Tendría que llegar Adolfo González, muchos años más tarde, para sacarme de la duda.
Vendimos un solo tebeo. Un Capitán Trueno Extra, dibujado por Fuentes Man y con las aventuras de complemento de El Príncipe Errante. Lo vendimos por diez reales. O sea, dos cincuenta. Una moneda entera, grande y de cobre.
Nos retiramos derrotados, pero por mi parte feliz. ¡Dos cincuenta!
Y entonces Ramón el Negro, que era mayor que yo lo menos tres años, me entregó una peseta y me pidió el cambio. Yo parpadeé lleno de estupor.
--Somos socios --me explicó--. Un tercio de lo vendido para cada uno.
O sea, que Ramón y su hermana se llevaron dos tercios de la venta de mi tebeo del Capitán Trueno.
Nunca más vendí tebeos de aquella forma. Quién sabe si la lección aprendida esa tarde bochornosa no tendrá mucho que ver con mi individualismo.
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Categorías: Las aventuras del joven RM