Muchos son los cineastas que han hablado del crepúsculo del ser humano, o de una época, pero pocos han expresado en imágenes el crepúsculo de sí mismos. Es lo que hace, entre otras cosas, Clint Eastwood en su penúltima película como director (ya está rodando su biopic de Nelson Mandela) y la que parece su despedida definitiva ante las cámaras, Gran Torino.
Eastwood, el viejo Clint, ese hombre de una sola pieza que la crítica quiso ver en él, el fascista chulesco, el poli violento, el vaquero duro y mesiánico, hasta fantasmagórico, de los años setenta, el heredero de John Wayne (dicen que era el único actor de western que el Duke aceptaba), se ha encargado en este último tramo de su carrera, como director, de desdecir en buena parte eso que se decía, y se decía tantas veces, de él, reflejando un modo de pensar que echa por tierra la idea de las dos Américas, la republicana y la demócrata, y contando cada vez con más tino que los seres humanos están siempre por encima de sus referentes políticos, siempre de paso.
Eastwood, que como todos ha dirigido también cine comercial y a veces cine comercial malo, entrega en este Gran Torino una visión lúcida y casi despegada de su propia carrera cinematográfica. No es difícil reconocer momentos que recuerdan a grandes momentos de sus anteriores filmes como protagonista, una reflexión sobre su carrera que, en las escenas finales, quizá ponga la sombra de la duda sobre la validez a la solución que de los problemas de convivencia diarios damos por sentada en el cine y la televisión.
Este viejo Eastwood sigue siendo descreído, sigue siendo altanero, pero ahora está solo, y duele verlo tan viejo. Su relación con el joven oriental, Tao (Toad en V.O., "Aton-tao" en la adaptación) remite a esos otros aprendices que ha tenido en su carrera, como Harry Callahan o como preceptor de policías novatos. El glamour del cine se disuelve en la realidad de ese barrio envejecido de jardines descuidados y callejas sucias. Eastwood muestra las dificultades de adaptación de los nuevos americanos, desde un patriota norteamericano que es, y no es casual, un polaco católico que se relaciona entre bromas e insultos con otros católicos irlandeses o italianos. El final de una época y el principio de otra, ni mejor ni peor, sino distinta: tiempos nuevos.
La película se centra, sí, en el catolicismo y la redención, en la expiación de pecados nefandos que sólo se nos revelarán a pocos minutos del desenlace. Pero Clint no nos engaña en ningún momento: simplemente, nos sorprende (y nos emociona) al contar de manera sencilla cosas sencillas. A nosotros, que lo conocimos tan joven, tan alto, tan chulo y tan altanero (Clint fue el héroe de nuestra generación, no lo olvidemos), nos gustaría creer que su aspecto avejentado es maquillaje, que volveremos a verlo caminar de esa forma desgarbada y amenazar a sus rivales con esa voz de humo y tabaco que tanto traiciona el vozarrón admirable (pero aquí fuera de sitio, como todo el doblaje) del gran Constantino Romero.
Pero ya no lo veremos más en la pantalla, componiendo ese personaje que hizo suyo y que ha ido modificando tan sutilmente a lo largo de los años. El viejo Clint nos deja en vida un testamento de su carrera, una película que habrá que ver muchas más veces para extraer más lecciones de su sabiduría.
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