Tengo a la parienta en casa en modo madre de Mafalda cuando volvía de la compra. O sea, más o menos cada tarde y las noches de los sábados totalmente de los nervios, pensando aunque sin decirlo aquello de “Sunescándalunabuso”, que traducido resulta “Es un escándalo, un abuso”, en lenguaje cabreado.
No es por los euríbor, ni por lo caro que cuesta todo aunque digan que la cosa baja, ni porque no hay sitio donde aparcar el coche ni porque haya que correr los cien metros lisos cada vez que queremos cruzar por un semáforo en la avenida, qué va. Es por la tele y los concursos-academias de la tele. Que no hay derecho, dice. Que tal o cual canta o baila mejor que el otro aspirante a superestrella, y que no valen las componendas para fidelizar a la audiencia y ganar una pasta en el proceso, llamadita a llamadita, sms a sms.
Parte de razón no le falta. En el programa andaluz, ciertamente, no tiene sentido que haya un jurado de gente muy lorquiana, por usar un término que lo mismo ni vale, o sea, un comité de expertos cañís y copleros que da sus votos y dice Maripuri de Pajarrumaque tiene ochenta votos, un poner, mientras que Salvadorito de la Bahía tiene cuarenta y es el último. Punto pelota: Maripuri va ganando, y Salvadorito tiene que volver a casa, al taller o al instituto o al sofá. Así es la vida.
Pero qué va, that´s enternainment, que dicen en la BBC. Ahora entra la audiencia. Y, más que la audiencia, el nacionalismo mal entendido, el pueblerinismo, incluso la densidad de población. Y, cáspita, después de chorrocientas mil llamadas y medio millón de sms repetidos, va Salvadorito y saca diez millones de votos-llamada y es la pobre Maripuri de Pajarrumaque, donde no hay cobertura y son diez gatos, quien tiene que irse con la bata de cola a casa. Razón no le faltaba el otro día a una de las folklóricas del programa, una de las profesionales quiero decir, una miembra del jurado (¿o es jurada?) cuando preguntó allí en falso directo que entonces para qué servían los expertos y las expertas. No les dio la gana de contestarle, claro.
Tres cuartos de lo mismo en el programa de los bailones. No se dan cuenta, o les importa mismamente tres canecos, que lo mismo que los chavales van aprendiendo también va aprendiendo a valorar el espectador, y nota que no es justo enfrentar a una parejita de chavalitos tatuados y perforados que acaba de llegar con los otros concursantes que llevan allí encerrados cuatro meses haciendo portets y sudando la gota gorda (¡gracias a Dios que no captamos el olor a tigre de las salas de ensayo!). Y aunque los cámaras son peores que los de ciertas televisiones locales y se les escapa la mitad de las veces el gran angular para mostrar los pasos, nos damos cuenta (mi mujer lo ve, al menos) cuándo la rubita de los pelos de loca mete la pata y cuándo el morenito de los bíceps en los dientes se pierde en el baile. Lo raro es que la señorita Rottenmeier no lo vea, ni el director de la academia, que está muy ocupado haciendo propaganda por toda la cara (lo subliminal está prohibido) de los discos (?) que perpetra.
Vamos desvirtuando, me temo, el valor del voto y la decisión, cuando estamos todos vendidos a las empresas de telefonía, a la audiencia y a la publicidad. Ya lo dijo el mejor presidente de los Estados Unidos, Jeb Bartlet (un presidente, claro, de mentira): no vivimos en una democracia, sino en una república (nosotros monarquía) parlamentaria. Nos han sustituido “un hombre, un voto”, por “una llamada, un voto; otra llamada, más pelas”. Ni les importa que se les vea el plumero. Ni que no nos dejen dormir la siesta. Porque hay que ver la voz que tiene la rubia y los gallos que suelta con lo de “A bailar”: quiera Dios que nunca venga a Cádiz a animar-retrasar las agrupaciones en el concurso del Falla.
Publicado en La Voz de Cádiz el 30-03-2009
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