En los colegios es una lata apellidarse Alarcón, pongo por caso, por aquello de que todo se hace por orden de lista y te toca siempre abrir fuego. Cuando yo era el joven RM, me pasaba más o menos lo mismo, aunque mi apellido no entra en las bases, y en cualquier caso siempre fui el número cuatro de la lista.
El misterio era sencillo, y quizá, con la perspectiva de hoy, un poquito inexplicable. Los alumnos se dividían por estricto orden alfabético: hasta la "l" en una clase, a partir de la "l" en la otra. Y por eso yo siempre fui el número cuatro de mi bachiller. Cosa que ni era buena ni era mala, excepto en las clases de geografía de segundo.
El cura que nos daba geografía (y trabajos manuales, o sea, marquetería donde era un milagro que no nos cortáramos una mano con aquellas sierras mecánicas), don José Fuentes, a.ka.a "El Calvo", era un hombre meticuloso y ordenado; tan meticuloso y ordenado que era un experto tirándonos de las patillas cuando éramos niños malos, y hasta pillándote la oreja con una de las llaves y la uña del dedo pulgar: otros tiempos.
Su meticulosidad llegaba al extremo de tener una libreta con los nombres de los alumnos escritos de cuatro en cuatro por cada cara. La clase A y luego la clase B. ¿El problema? Que la B empezaba en la misma página que terminaba la A, y cuando empezaba a preguntar la lección, jolín ya, empezaba siempre por la página nueva. Y adivinen ustedes quién iniciaba siempre la página nueva. Exactamente, el mismo que viste y calza.
Era una lata, porque siempre partíamos con handicap. Abría la libreta, y nos llamaba a escena. Y nos hacía cinco preguntas. Muy meticuloso él, nos entregaba un cartoncito de colores si acertábamos las cinco preguntazas que nos iba haciendo allí, en oral, delante de toda la clase. A dos puntos por cartoncito, y si lo tenías medio bien, un cartoncito que valía un punto.
El misterio era conocer las preguntas. Y los pobres imbéciles que estrenábamos aquellos exámenes orales, claro, nunca la sabíamos. Pongamos que hubiera veinte o treinta preguntas distintas por cada tema o cada evaluación. Los primeros de la lista las estrenábamos todas: sólo a partir del número 15 o así empezaban a repetirse, con lo cual andaban siempre con ventaja. Una putada, ya les digo, empezar siempre con pocos puntos aquellos concursos divertidísimos de geografía universal, porque funcionábamos como conejillos de indias de los demás. Había que apretarse los machos para la segunda vuelta, porque nos entraban sudores fríos si nos ponía solamente un seis o, peor todavía, un cuatro.
Aprendí mucha geografía, ciertamente. Lo que más nos cabreaba, a aquellos que empezábamos las tandas, era que los tres primeros de la lista, los que tendrían que haber experimentado por nosotros lo inédito de las preguntas, acababan teniendo más suerte que los demás, porque les preguntaba siempre los últimos.
Aprendí tanto que hoy no recuerdo nada.
Comentarios (10)
Categorías: Las aventuras del joven RM