Terminados los seis tomos de la excelente edición norteamericana de Terry y los piratas del grandísimo Milton Caniff (aunque, sí, me quedo con las ganas de que la serie continúe con George Wunderr al menos un par de libros más), me llega también la de Buck Rogers, esa tira que marcó junto a Tarzán el inicio de los cómics de aventuras y a la que, lo confieso, apenas había podido meter ojo en la edición de Joaquín Estévez y alguna muestra posterior de otros artistas.
El dibujo tosco, las inexperiencias del medio, ese futuro de bronce y remaches, la caracterización atropellada, todo queda en segundo plano en cuanto el lector se sumerge en la primera tira, apresurada, ingenua, donde pasan tantas cosas que ni siquiera se dibujan: en las antípodas del tebeo de hoy, estas cuatro viñetas darían para veinte páginas de cualquier tebeo moderno. Hablen ustedes luego de decompressive storytelling o de lo que les plazca.
Pero había tanto por contar, el medio era tan joven, había tantas ganas de explorar aquello que se desconocía, que uno comprende los sueños que despertó este título, la continua exhibición de cachivaches, la sorpresa de cada día continuada en la sorpresa del día siguiente. Lástima no saber disfrutarlo como se tuvo que disfrutar en su momento, con su narración apresurada, sus personajes atropellados, su dibujo tosco y sus naves de remaches de bronce y maravilla...
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