Si llegas a saber que mi navío ha sido hecho prisionero, di que he muerto.
Cosme Churruca de Elorza (1761-1805)
Nuestros soldados y marineros que han naufragado con las presas han sido tratados con la mayor bondad: la población entera acudía para recogerlos: los sacerdotes y las mujeres les daban vino, pan y cuantas frutas había: los soldados dejaban sus camas para dárselas a nuestra gente.
Carta de Lord Cutberth Collingwood, al almirantazgo inglés.
Era la pugna entre el agua y el fuego, y María esperaba en la orilla.
Todo el día habían contemplado el mar, los oídos atentos a los bramidos lejanos que amenazaban con astillar el cristal del cielo, pero el mar se empeñaba en seguir siendo una línea de misterio. Por eso, desde que las velas se perdieron por detrás del horizonte ya sólo quedó esperar a que algún barco iniciara, desarbolado o a largando el paño, su regreso. Cádiz entero se quiso a bordo de aquella escuadra y, como María, había sufrido el paso de las horas mirándose en el espejo de las aguas y creyendo escuchar, a lo lejos, los cañonazos que quizá acababan convertidos en aquellas nubes blancas que fueron despintando la tarde.
Cuando llegó el silencio, se multiplicó el miedo. El combate había cesado, indeciso en la balanza de su solución. Las mujeres sin marido, los futuros niños sin padre jamás podrían comprender la melancólica desazón de los ancianos, aquellos demasiado ciegos o demasiado lisiados para ser ya carne de leva, los únicos que conocían de mano propia que si bien la gran batalla conjunta podía haber puesto final a su sinfonía de estrépitos, ahora era el sálvese quien pueda de las pequeñas escaramuzas individuales, donde cada barco y cada tripulación se enfrentaban a su propio destino más allá del resultado final de la batalla. Los almirantes y comodoros podían hablar de capitulaciones, de banderas arriadas y cañones requisados, de despojos de guerra y pactos de honor, pero en el mar, disueltas las escuadras, cada fragata y cada cañonera era una isla solitaria que había de enfrentarse a su doble privado, al rato gacela y al rato león, según soplaran los vientos de la fortuna o el desamparo: piensan igual los muertos en la victoria que en la derrota.
Luego, mientras la espera, un nuevo cañonazo que reverberó sobre las nubes y acabó por ocultar el sol. Como lágrimas frías, los goterones de lluvia mojaron las ropas y los rostros, dejaron tiesas las sábanas en los lavaderos y volvieron flores mustias las banderas en sus mástiles. El fragor del temporal ya barruntado cuando zarpó la escuadra recordó, a destiempo, que la furia de la naturaleza anula de un soplo cualquier intento del hombre por imitar sus estallidos.
En tierra, una tempestad recuerda que estamos indefensos ante la fuerza poderosa del rayo y el trueno, que recordamos a camisas tendidas que bailan sin querer sacudidas por los empujones del viento, que empapados y ridículos no somos nadie que se atreva a mirar al cielo. Pero en el mar una tormenta centuplica ese desamparo y se convierte en motivo de oraciones, toda la vida vivida atropellada en dos segundos, imprecaciones a Dios, saludos al demonio.
Los barcos estaban todavía allí, muriendo o matando, agonizando entre vías de agua o tratando de encontrar abrigo donde restañar las heridas y ahogar los recuerdos de estas horas de historia con mujeres o alcohol. A oscuras, indefensos, enfrentados ahora no a otros hombres igualmente asustados, sino a una naturaleza desbocada que los trataba con desprecio porque ignoraba su existencia. Ingleses y españoles por igual, la orgullosa escuadra francesa que había sido la causante de todo este maldito embrollo, los marinos ilustres que ya habían combatido en Finisterre y los pescadores convertidos en soldados que apenas sabían faenar más allá de la Caleta. Y los niños.
María, empapada hasta las trancas, con los nudillos blancos de retorcer la falda y los labios lastimados de luchar por no mordérselos, no lograba quitarse de la cabeza que Lorenzo estaba allí, si es que vivía todavía, con doce años y todo el futuro del mundo cortado de cuajo por esas cosas inútiles en las que creen los hombres: el honor, la patria, la gloria. Casi lo único que le quedaba ya de un tiempo feliz que nunca había sido mejor que ahora, aunque lo pareciera en su deseo de que no terminase de improviso: los años de hambre y miseria, los brotes de fiebre amarilla que ya le habían robado a María su marido y otros tres hijos, los acosos y los bombardeos de aquel mismo almirante inglés que ahora, quizá, trataba de capear el temporal abriéndose paso entre las olas del mar y las murallas de agua que venían del cielo.
Maldita tierra ésta, siempre a capricho de los vientos y entregada a los juegos de ajedrez de sus gobernantes, donde María y Lorenzo y la pequeña Pepa (su último, su único consuelo) no eran más que cifras, o ni siquiera eso, peones que poder mover a gusto, bastaba una orden que anulara la voluntad, o el redoble de un tambor y el brillo de los botones de una casaca para que de pronto todo el mundo perdonara y olvidase y creyese de verdad que, matando a quien quizá era igual de triste y miserable pero vestía otro uniforme, el futuro sería diferente y llevadero.
Como loca, María corrió de la Puerta del Mar al Campo del Sur, de la Caleta a la Alameda, buscando en la noche la luz de los barcos perdidos en la mancha de tinta que ahora hacía indistinguible el horizonte. Nada. Nadie. Agua fría y lágrimas calientes, la tensión en un millar de pechos, la convicción de que los barcos regresaban a puerto, aunque nadie era capaz de diferenciar el sonido de los truenos del retumbar de los cañonazos.
Una cerilla lejana iluminó un trozo de playa, y más lejos la imitó otra igual, y María y cientos de hombres y mujeres corrieron a la orilla, cargando sillas, mimbres, yesca, picón, ramas, cualquier trozo de madera que pudiera arder y plantarle cara a los escupitajos de la tormenta, para marcar en la derrota de los barcos perdidos un punto fijo por el que guiarse, si es que quedaban barcos que quisieran volver a tierra y no fueran ya espectros que desearan seguir matándose. En el brillo de aquellas llamas estaba el brillo de los ojos de Lorenzo.
A lo largo de la noche de aquel lunes maldito encendieron una y otra vez las hogueras que la lluvia jugaba a apagar, un reguero de luciérnagas por toda la costa desde Cádiz a Gibraltar. Como paquidermos heridos, los barcos siguieron el resplandor de aquellos faros improvisados y encallaron, o se fueron a pique, o remontaron con más suerte que pericia la corriente hasta clavarse en las lejanas marismas de Sanlúcar.
Habrían de pasar otros tres días de zozobra. Un amanecer de lluvia agotada y bruma gris permitió ver desde las torres de Cádiz la flotilla dispersa que escoltaba a un barco herido que amenazaba con hundirse entre la burla de las olas. Las voces nerviosas rápidamente alertaron de la aparición de los buques, y en seguida, mientras el gobernador militar dejaba a medias un desayuno apresurado y corría al muelle, ya se rumorearon los nombres de los barcos que volvían: el Montañés, el San Justo, el Rayo, el San Leandro, el Indomptable francés, y sus compatriotas el Neptune, el Pluton, el Argonaute y el Héros, y el Themis remolcando al Príncipe de Asturias, que capitaneaba don Federico Gravina, donde Lorenzo era grumete y quizá víctima.
No lo quiera Dios, no lo quiera Dios. María echó a correr, tropezando en las calles mojadas, sacudida por el viento que no había amainado todavía, y siguió corriendo hasta el muelle, donde ya la gente se agolpaba y donde ya los rostros reflejaban lo que los expertos habían sabido leer en la lenta cadencia de los barcos que iban entrando en la bahía: las heridas en los velámenes y el negro tiznado de los cascos, los palos desarbolados, los cañones reventados y las heridas abiertas en los flancos podían igualmente indicar una victoria o una derrota, pero no hubo salva ninguna que advirtiera de lo primero, y el silencio y la cachaza indicaban lo segundo.
Los barcos lograron entrar a puerto y anclar al Príncipe de Asturias, cuidando que un golpe de mar no estrellara su armazón dolorido contra el muelle de piedra. Luego, nuevamente, los minutos se convirtieron en eternos hasta que empezaron a desembarcar marineros de rostro oscurecido y sangre en las barbas, hombres de hombros hundidos y lágrimas en los ojos, cojitrancos algunos, mancos y tuertos, quemados por la metralla y las balas rojas, olvidados de la elegancia y el pundonor de que habían hecho gala cuando el domingo zarparon de puerto al encuentro con la historia.
Hubo silencio en el muelle, y sollozos quedos, y a veces abrazos, pero la tristeza hacía mella en todos los que allí se habían congregado. Nadie, más que los militares, comprendía lo que significaba la derrota ya conocida: la pérdida del poder naval español, la bofetada en el rostro del Pequeño Corso, el dominio de Inglaterra sobre los siete mares a partir de entonces y quizá para siempre. Pero nada de eso importaba ahora, más que certificar dónde estaba el Santísima Trinidad, el mayor barco que jamás había sido construido y que pronto sería un pecio en el fondo de las aguas, o qué había sido de Churruca, o de Alcalá Galiano, o de don Francisco Alsedo.
El silencio dominó entonces la Puerta del Mar, y quienes no habían querido creer todavía lo que estaba ocurriendo ya no sintieron duda ninguna cuando bajaron a tierra a Gravina con el brazo convertido en pulpa ensangrentada y el uniforme hecho jirones. Después siguieron los muertos.
De aquellos terribles minutos María habría de recordar siempre la sensación de frío, cómo el viento del suroeste se le colaba por las ropas húmedas y la zarandeaba con sus dedos rígidos. Bajaron hombres destrozados, bajaron oficiales y contramaestres, bajaron grumetes. Pero ninguno era Lorenzo, que había marchado a la guerra siendo un niño y ni siquiera regresaba convertido en un hombre.
María nunca supo si perdió la dignidad acudiendo de un tripulante a otro, levantando las mantas que cubrían los muertos, zarandeando a marineros que no pudieron darle una explicación, más que contar con voz contrita cómo el Príncipe de Asturias se había batido hasta con cuatro barcos enemigos al mismo tiempo, y que el regreso a puerto, entorpecido por el temporal, los había hecho temer que los mástiles que aún aguantaban de pie se les vinieran encima de un momento a otro, de ahí que hubieran conseguido llegar sólo con el palo del trinquete y el casco carcomido por las vías de agua.
Qué poco importaban ya las penalidades de aquellos hombres que habían salvado la vida, cuando el mayor de los misterios, para María, como para tantos otros que esperaban en el muelle, era el destino del hijo perdido entre cañonazos y relámpagos. Nadie supo decirle del grumete inexperto: ni estaba entre los vivos ni se le contaba entre los caídos. Nunca sabría nadie si resbaló a las aguas, si le descerrajaron un tiro desde las cofas de los barcos ingleses, si se enredó en los cabos y se partió el cuello o si lo aplastaron los palos o se lo llevó por delante un cañonazo. Cuando se desató el infierno a bordo, artilleros y marineros, guardiamarinas y tropa sólo pudieron cuidar de sus propias sombras: el azar de la vida y la muerte podía respetarte y cebarse, sin embargo, con tu compañero, daba lo mismo que fueras santo que pecador, teniente general como Gravina o un chiquillo contagiado de ideales como Lorenzo.
Nada hay más cruel que la mar. Nada hay peor que la guerra. Unidas la una a la otra, componen un fantasma insoportable. En los días que siguieron, mientras los barcos zarpaban de nuevo al rescate de otros buques que aún trataban de encontrar su camino, María se dejó consolar por la pequeña Pepa, no fue capaz, a ratos, de levantar la cabeza y admitir que una vez más el destino había puesto a los suyos en el punto de mira de su cruel espingarda. Aunque sabía que era inútil, se aferraba todavía a una leve esperanza: si no hay cadáver, quizá no hay muerte, se decía. Era posible que Lorenzo estuviera todavía flotando a la deriva, agarrado a una tabla, o que hubiera sido recogido por algún otro barco que aún no había regresado a puerto. A fin de cuentas, ¿no le había contado una y otra vez su propia madre que Dios había hecho un milagro cuando evitó que el maremoto se tragara a Cádiz? ¿Por qué no habría de hacer ahora otro con un niño inocente, como inocente era también Pepa, a sus diez años, como lo eran todos?
Por eso cada amanecer regresaba al muelle, acompañada de la pequeña o sola, a veces, y esperaba el regreso de los barcos que no traían más que aquella imagen repetida de los muertos, los heridos, el fracaso. En la ciudad se iba llevando la cuenta del número de muertos y desaparecidos, de los barcos encallados, capturados o perdidos, el horror espantoso de reducir los nombres a meras cifras, y sólo se hablaba del pasmo de los médicos ante las heridas de Gravina, y cómo hacían lo imposible por salvarle el brazo para intentar curarle la vida.
Los heridos llegaban por centenares, todos con distintos dolores y similares rictus. La sangre, los jirones y las quemaduras habían desteñido los uniformes, y quizá por eso, a pesar del odio y la desesperación de tantos días, se hizo el silencio cuando entre españoles y franceses bajaron también a tierra marineros ingleses capturados, el enemigo tanto tiempo en puertas, los patriotas de otra bandera que para España y Cádiz en concreto (todavía les desvelaba el sueño a muchos el recuerdo de los cañonazos del ataque de Nelson en medio de aquel brote terrible de fiebre amarilla) siempre habían supuesto poco menos que el diablo encarnado. Nadie podía imaginar entonces que, por una paradoja de la historia, tres años más tarde se invertirían las tornas y los súbditos del rey Jorge se convertirían en aliados.
Fue Pepa quien primero lo vio, silenciosa como siempre, porque hablaba poco y nunca delante de desconocidos. Lo vio en la camilla con que lo bajaban al muelle y tiró de las faldas de su madre, indicando con la cabeza que estaban transportando a un niño. María se empinó, se coló como buenamente pudo, a codazos y empujones, hasta la primera fila de espectadores y curiosos, renovada la esperanza aunque sabía en el fondo de su corazón que la esperanza se le estaba marchitando, carcomida por las dentelladas de la realidad.
Dos marineros bajaban a un grumete herido, en efecto. Pero no era Lorenzo. No podía serlo. Aunque tenía el pelo apelmazado por la sangre ya seca y negra, era rubio. También su uniforme era distinto a la ropa apresurada que habían hecho vestir a Lorenzo cuando la marina española quiso improvisar su falta de clase de tropa llenando unos buques para los que sólo había educado a oficiales: una levita que debió ser azul, unos calzones que ahora eran cárdenos, un zapato de charol huérfano junto a un pie donde la media dejaba asomar tres dedos aplastados entre la tela chamuscada, y un chaleco abierto donde los botones se confundían con los huesos.
El muchacho respiraba y parecía como si hacerlo supusiera el más grande de los esfuerzos. Alguien comentó que uno de los cañones de su barco se había soltado y lo había aplastado contra a uno de los mamparos, y que lo habían encontrado flotando a la deriva en un bote junto a otros hombres porque el barco se les había ido a pique, Dios lo mantuviera para siempre en el fondo del agua.
María se santiguó, como se santiguaron otras cinco o seis mujeres y varios de los hombres allí reunidos que, de pronto, no pudieron sentir odio hacia el enemigo, porque el enemigo era igual que ellos, tan herido y magullado como sus propios hermanos, hijos, maridos, castigado también por la lluvia y por el fuego, peones todos en el gran ajedrez de los imperios.
El niño inglés tosió y recuperó la consciencia apenas un segundo, el tiempo suficiente para escupir unos monosílabos recubiertos de sangre. Luego volvió la cabeza amarilla y María comprobó que, desde luego, no se parecía en nada a Lorenzo: era más alto, más flaco, más blanco, más rubio. Entre los churretes de lágrimas y la costra de las heridas se veían todavía las pecas que quizá ni siquiera la barba, si le crecía algún día, podría cubrir. No era Lorenzo, pero podría serlo. Si de pronto la victoria y la derrota, vistas las heridas del enemigo, se habían convertido en un juego de espejos, ahora este niño desconocido era el reflejo que el mar devolvía de un Lorenzo que no había bajado a tierra, que no había escapado en ningún bote, que no podría regresar a una tierra firme donde lo esperaran unos parientes que habrían dado cualquier cosa por recuperarlo.
Casi sin darse cuenta, María y Pepa siguieron la camilla que llevaba al niño herido al Hospital Real. No eran las únicas que así lo hicieron, ese día y en días sucesivos: el dolor había dejado atrás los rencores, la sangre y las quemaduras habían vuelto invisibles los colores de los uniformes. Sin que nadie diera ninguna orden, se auxiliaron por igual a combatientes de un bando o de otro, porque habían dejado de ser enemigos para convertirse de nuevo en lo que habían sido siempre: simplemente hombres.
Los marineros dejaron la camilla en un rincón, bajo una ventana, y regresaron al muelle en busca de nuevos heridos o alguna maja barata que les hiciera olvidar entre falsos abrazos lo cerca que habían estado también ellos de convertirse en cebo para la muerte. María y Pepa se quedaron allí, contemplando los despojos de la batalla, aquel disparate de cuerpos y vendajes que se consumía entre estertores y cuajarones de sangre. Una docena de estudiantes de medicina atendía como buenamente podía a quienes exigían más pronto el uso de sus serruchos. El olor a gangrena era un ladrido que reverberaba en los dientes.
Nadie atendió al niño inglés. María no supo si porque estaba demasiado grave, porque sus heridas no exigían la atención que de buena gana ella misma le habría prestado, o si, perdido en aquel mar de sábanas manchadas de rojo, tan pequeño, los médicos y aprendices no se habían fijado en él todavía. Fue Pepa, que hablaba tan poco, quien se arrodilló junto al grumete enemigo y, humedeciendo un trapo en agua, le limpió la cara de rastros de quemaduras y cortes. Entonces, con paciencia, como si de verdad estuviera atendiendo a Lorenzo, como le habría gustado que en alguna otra costa alguien atendiera a su hijo, María se arrodilló junto a Pepa y procedió, muy despacio, a desnudar al marinero para encontrar al niño.
Estaba lleno de cardenales, como una de aquellas imágenes de Cristo que tanto asustaban a Pepa cuando era más chica e iba a misa a San Antonio o la Iglesia del Carmen. Cortes menores en brazos y piernas, los dedos del pie rotos e hinchados y, sobre todo, el pecho hundido por el impacto con aquel toro de hierro que se lo había llevado por delante. Abrió los ojos cuando el dolor se hizo insoportable, y María temió haber tocado costillas que no debiera, pero en sus ojos quiso ver algo parecido al agradecimiento. Cuando un rato más tarde se acercó uno de los médicos, examinó por encima el cuerpo del muchacho, aplicó un par de vendas, lo incorporó un poco para facilitarle la respiración, y como si hubiera dado por hecho que había una línea invisible de parentesco entre la niña, la mujer y el chiquillo, les encargó que si se presentaba la fiebre le refrescaran la frente y las manos con un paño mojado, y que sólo le humedecieran los labios si tenía sed, pero que no le dieran agua. Quizá el médico, porque tenía estudios, daba por hecho que María y Pepa iban a entender al grumete, si es que en algún momento llegaba a decir algo.
Todo el día estuvieron allí, mirándolo más que cuidándolo, como si de pronto el mar les hubiera cambiado a un hijo con nombre de sol por este muchachito pálido que parecía un ángel sin alas. El hospital, mientras tanto, como una playa de sangre, se fue llenando de nuevos heridos y se fue también vaciando de muertos. Cuando se acabó el éter, nada pudo acallar los gritos de los amputados. Con medicina o sin ella, nada silenciaba el corte de las sierras cuando separaban los huesos.
Cayó la noche y Pepa pronto se quedó dormida, aturdida también ella por la espera y el desconsuelo. En algún momento de la madrugada, el guardiamarina inglés (pues debía ser eso y no un grumete, o entonces era que los ingleses vestían muy bien a sus jóvenes aprendices de marinero) murmuró unas palabras que las despertaron a ambas. Aunque pronunciadas en otro idioma, las entendieron a la perfección, porque eran las mismas palabras que, entre gemidos, murmuraban muchos otros de los heridos y moribundos allí hacinados, la palabra que más se oye en los campos de batalla: madre. María y Pepa le tararearon una nana sin significado que consiguió volver a dormirlo y quizá cambió sus pesadillas por sueños.
Un médico viejo y con mala cara las envió a casa al amanecer, aduciendo que ellos necesitaban sitio y ellas descanso, y como tanta otra gente María y Pepa volvieron a las calles. Esta vez, sin embargo, no se dirigieron a la Puerta del Mar, ni otearon desde la Caleta la esperada llegada de nuevos barcos. Ambas habían comprendido que ya era imposible que regresara Lorenzo.
Volvieron al atardecer, cuando pensaban que el médico viejo ya no estaría de servicio, aunque lo estaba, con aspecto agotado y como si estas ocho o nueve horas le hubieran caído doce años encima. No dijo nada cuando ellas fueron directamente al camastro donde el chiquillo inglés continuaba dormido, más profundamente ahora. Tampoco ellas abrieron la boca cuando vieron que del pie herido faltaban los tres dedos aplastados, carne comida por el cuchillo. Cuando esa noche el muchacho enemigo abrió los ojos, pareció reconocerlas a las dos, y murmuró una nueva letanía incomprensible, quizá una queja, quizá una duda, quizá una expresión de agradecimiento.
Esa fue a partir de entonces su rutina. Cada vez que sus labores en la tahona les permitían un rato libre, acudían al Hospital Real a atender al herido. Con la ayuda de un estudiante de medicina que hablaba el inglés, cuando el marinero se recuperó lo suficiente para mantener una breve conversación con palabras susurradas por su parte y mucho gesto por el de ellas dos, supieron que se llamaba William Foster, que tenía trece años, que su padre era piloto y que en algún lugar de la costa inglesa le esperaban tres hermanas y una madre. Parecía haber aceptado con resignación valiente la pérdida de los dedos del pie, quizá porque se medía con la sombra de Nelson, a quien ninguna bala y ningún cañón le habían impedido ser el mejor marino de todos los tiempos, a pesar de los estragos que las batallas se habían cobrado en su cuerpo.
En Cádiz no se hablaba de otra cosa sino de la derrota, y el invierno, más que nunca, se les echó encima con una letanía de silencios. Las cifras de muertos y heridos seguían asustando, las misas diarias por los que nunca habrían de regresar a puerto eran continuas, y el futuro de la ciudad y de Europa entera seguía siendo un interrogante que nadie podía imaginar, reyes y príncipes adorados sin haber hecho mérito ninguno en la corte de Madrid, los halcones del mar ingleses al acecho de las Américas, los planes secretos de Bonaparte, que hinchaba los sueños de Francia como un globo, y el miedo al hambre, y al frío, y al miedo mismo.
William Foster no aprendió mucho más español que ellas inglés, pero hay silencios que abarcan enciclopedias enteras de sentimientos que las palabras tampoco serían capaces de entender del todo. Semana a semana, mes a mes, muy despacio, las costillas rotas soldaron en aquel cuerpo delgado, aunque el pecho quedaría ya para siempre con aquella hechura deforme que, más que nunca, lo hacía parecer un crucificado en procesión. Su debilidad era tan grande que no pudo incorporarse hasta Navidad, y aún así se cansó tanto que pareció que iba a asfixiarse cada vez que daba un paso. El mismo estudiante de medicina que hablaba inglés le tomó una carta al dictado, pero era difícil que llegara alguna vez a manos de su familia, estando los dos países en guerra y existiendo, para los prisioneros, una censura que impedía cualquier noticia que pudiera contener un código cifrado que alertara de secretos hasta entonces puestos a buen recaudo, como si la marina inglesa no tuviera mejor idea que albergar en sus filas a espías de catorce años.
María y Pepa se maravillaron la primera vez que lo escucharon reír, un sonido mágico que les iluminó a todos la vida, como los primeros rayos del sol tras el invierno. María sabía que vivía la ilusión de haber encontrado un sustituto para el hijo desaparecido, igual que Pepa imaginaba quizás que William Foster era el nombre que ahora tenía su hermano muerto.
Entre recaídas y momentos en que la fiebre estuvo a punto de empujarlo de nuevo al otro barrio (¡pero no era la fiebre amarilla, gracias al cielo!), la convalecencia de William se desarrolló en paralelo a la agonía de Federico Gravina, sólo que nadie más que María y Pepa seguían en vilo el avance de la lucha del joven marinero contra sí mismo, y en todos los mentideros de Cádiz sólo se hablaba de cómo el veneno de aquel cañonazo se estaba comiendo la vida del héroe. La misericordia de los doctores que no se habían atrevido a cercenarle el brazo herido era la antítesis de la velocidad con la que aquel viejo médico cansado había salvado la vida del grumete amputándole los dedos de los pies a falta de tener más tiempo que invertir en otros cuidados.
Si la sangre y las heridas habían borrado los uniformes, la recuperación volvió a pintar los colores del enemigo sobre sus cuerpos. Tres semanas antes de que Gravina rindiera el alma llegó la orden. No fue una sorpresa: Don Francisco Solano, el gobernador militar de la plaza, había cruzado hacía tiempo cartas de caballeros con el almirante Collingwood. Por eso ni la madre ni la hija se extrañaron aquella mañana al encontrar al muchachito inglés de pie y con el uniforme remendado, escoltado por dos soldados españoles que habrían de llevarlo al pontón de Puntales, al que los civiles no podían tener acceso, y donde pasaría de ser un enfermo sin marcas de bandera a moneda a la espera de un canje.
Pepa le regaló la mitad de una medalla de la Virgen del Carmen que había compartido con Lorenzo, María una última hogaza de pan recién horneado y un pañuelo para que se protegiese el cuello aún dolorido. Se despidieron sabiendo que sólo una vez puntúan los dados en el tapete del destino. Nunca había sospechado María que pudiera doler tanto la vida recobrada como la vida perdida, un hijo desaparecido por otro hijo brevemente imaginado, como el agua intuida que sólo es el disfraz de un espejismo.
Siete años más tarde, mientras en la Plaza de de la Cruz de la Verdad Pepa celebraba a la vez su santo y su cumpleaños y la ilusión de estrenar un mundo nuevo, un alférez muy alto y muy rubio se le acercó bajo la lluvia, algo torcido, cojeando. No hizo falta que le mostrara la medalla rota para que ella reconociera las pecas que la barba amarilla no había conseguido disimular de su rostro.
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