Le cuesta trabajo a los chavales entender que ir de escolta con ellos a una excursión es, para el profesorado, un sinvivir continuo donde cualquier tontería insignificante puede adquirir dimensiones de epopeya.
En el rico anecdotario de casos inexplicables que uno ha ido encontrando por esos mundos de Dios (vean, vean, sé ponerlo en mayúsculas), me viene siempre a la memoria aquella vez que, en Florencia, me abordó el Increíble Hulk.
Sí, tal como lo leen y lo escribo: sin exagerar ni pizca. Íbamos como siempre corriendo de un lado a otro, intentando ver cuanto se pudiera en el día escaso que estábamos allí, intentando no ser víctimas del Síndrome de Stendhal, y del Mercado de la Paja al Puente Viejo a la Piazza della Signoría, corriendo, a ver el David y luego a la tumba de los Médici.
Y entonces, recién saliendo de la Piazza, en una calle, entre dos coches, una mano que se estira y me pone la mano en el hombro.
Me vuelvo y veo, sí, al Increíble Hulk.
O sea, a un señor inidentificable con la cara verde. Y no sólo la cara verde, sino la cara verde a bultos, como en esa fase de transformación pre-hombre lobo que aprendimos a ver en las películas de serie B y los videoclips que pasaron a la historia. Una cosa irregular, llena de bollos y de redondeces, y verde. Absolutamente verde.
Lo curioso, además del susto, es que hablara en español.
Y que me llamara por mi nombre.
--¡Rafa, Rafa! --dijo con una voz cavernaria, espantosa, surgida de ultratumba.
Los cuatro profesores nos dimos la vuelta, no sé si más acojonados que sorprendidos.
--¿Eh?
--¿Pero este tío quién es?
--¿Me conoces?
Y entonces la voz gravísima, ininteligible, que dice:
--Soy Miguel.
--¿Quién?
--Migueeeeel.
--¿Pero Miguel quién?
Y entonces la voz ultraterrena repitió el nombre y un apellido que no recuerdo y que allí, entonces, no entendí más que a la tercera o cuarta vez que lo pronunció con una lengua hinchada que le imposibilitaba hablar con coherencia.
Miguel, vamos a llamarlo García, uno de los chavales de nuestra excursión.
--Pero... pero tú no eras verde --comenté con estupor--. ¿Qué te ha pasado?
--No lo sé... --contestó la voz de Frankenstein en aquella carcasa adolescente.
Con esfuerzo, logramos reconocerlo. Sí, era Miguel, vamos a llamarlo García, aquel chaval rubito y calladito. O era un mutante y acababa de despertar a sus poderes latentes o le había pasado algo muy raro.
Nuestro Pablo, que era un lince para estas cosas, cogió al chaval por el codo, lo empujó hasta una farmacia vecina y se encargó de que lo curaran allí mismo. Menudo era Pablo.
Miguel, vamos a llamarlo García, no sabía que era alérgico al bronce. Y se había subido los cientos de miles de millones de escalones no recuerdo si hasta lo alto del Campanile o del Duomo, o sea, la catedral, Santa María del Fiore. Allí, como un tío, venga escalón tras escalón. Llegó arriba, claro, resoplando, y apoyándose en el pasamanos, que como ya digo era de bronce.
Imaginen ustedes el gesto: el chaval que llega a lo alto del Tourmalet y se seca con el dorso de la mano la frente y la cara sudorosas.
Cuando vuelve a bajar, todos los que están a su alrededor echan a correr y lo dejan solo, porque se ha convertido en un émulo gaditano del Increíble Hulk.
Un buen susto. Menos mal que el corticoide o lo que fuera que le pusieron le devolvió su cara normal de un día para otro. Imagino que no habrá vuelto a apoyarse en un pasamanos, ni aunque sea de madera.
Los peligros del directo, que se dice. Una de las causas de que nos perdiéramos la tumba de los Médici aquel año. Otro día contaré cuál fue la del año siguiente.
Comentarios (7)
Categorías: Las aventuras del joven RM