Tatsuo Takahashi se posó lentamente sobre el suelo, con la gracia de un trapecista que termina su número y se suspende un último instante de la red. Plegó las alas de su equipo de combate, entrecerró los ojos y permitió que el casco se apartara de su rostro. Un leve movimiento de garganta y la claraboya sobre su cabeza se cerró, aislándolo del mundo externo, completando su llegada a casa.
Yokize bailaba al ritmo de una canción silenciosa, casi a cámara lenta, enfrascada en su ritual zen de cada mañana. Al otro lado del ático, la pequeña Amaterasu jugaba con una construcción metálica que se montaba y desmontaba a capricho, poniendo a prueba la habilidad de la niña.
Takahashi bajó lentamente las escaleras, mientras el resto de la armadura de combate se replegaba y acababa por convertirse en un par de ligeras bandas metálicas, un adorno casi femenino, fuera de lugar en sus muñecas. Yokize le sonrió desde abajo y se perdió en la primera habitación. Amaterasu corrió en sentido inverso, perseguida por un monito de cuerda.
Takahashi entró en el baño, ya desnudo. Un centenar de chorros de agua a presión bañaron su cuerpo blanquecino, marcado a medias por tatuajes y cicatrices. Yokize arreglaba sus bonsais al otro lado de la puerta. Amaterasu se empeñaba en recortar un dibujo con la mano izquierda.
El samurai sin amo saboreó el picoteo del agua, entrecerró los ojos. Calibró su situación. Un nuevo reto se alzaba ante él, un derivante como sin duda no eran los otros derivantes. Llevaba varios días intentando localizarlo, pero se escabullía a su concienzuda búsqueda. Por supuesto, estaba seguro de que los Centinelas no tendrían mejor suerte. En caso contrario, la noticia de su eliminación asomaría ya en todos los vidiarios del mundo.
Dejó que el aire a presión lo secara, como el cálido viento del monte Fuji que habían adorado sus antepasados. Yokize seguía arreglando flores, pero Amaterasu modelaba ahora con barro una figura inapreciable, un monstruo de muchas patas y ninguna cabeza.
Takahashi salió del baño, entró en la cocina. Yokize, de espaldas a él, seguía atenta al borboteo del arroz sobre los quemadores de plasma. Amaterasu, sentada en su trona, se manchaba la cara de yogur.
Takahashi comió sin ganas, como siempre, olvidando paladear la comida de lata. Yokize seguía meneando el arroz. Amaterasu daba fuertes golpes con la cuchara sobre la mesa desplegada.
El ronin giró la cabeza un instante, justo a tiempo de ver a Yokize en el pasillo, cambiando ropas de un sitio a otro. A su lado, la sopa parecía a punto de hervir ya. Yokize se retiró un par de pasos y lo llamó para que acudiera a almorzar. Él no pudo oír sus palabras. Amaterasu entró corriendo y tropezó con un juguete perdido. Su llanto fue consolado al momento por Yokize, que entró al instante a ver qué le pasaba a su hija.
Takahashi tiró el resto de la comida de lata al reciclador carbónico. Se lavó las manos. Las secó bajo un nuevo chorro de aire. Amaterasu volcó el yogur y tiró la cuchara. Yokize la reprendió amablemente y lo recogió del suelo con una bayeta.
Takahashi entró en el saloncito, sin entretenerse en consultar su ordenador ni sus libros de referencia. Yokize veía el tresdé, comentaba algo moviendo la cabeza a su derecha. Amaterasu sumaba sin la ayuda de su ordenador de muñeca, consultaba algo hacia atrás, anotaba una cifra en su cuaderno y volvía a repetir todo el proceso.
Takahashi encendió el tresdé, seleccionó las noticias grabadas. Nada interesante. Yokize se echó a reír cuando el humorista, vestido como un payaso, contó un chiste sin palabras. Amaterasu rompió un libro en dos, con sorpresa.
El samurai apagó el tresdé. Marcó un rumbo de caza para el día siguiente en su ordenador de viaje. Se arrodilló sobre el tatami, unió las manos sobre su rostro y rezó una letanía, un murmullo aún más silencioso que los movimientos de la mujer y la niña. Como todos los días a esta hora, Yokize entró corriendo, mojada de lluvia. Amaterasu tendía las manos hacia arriba, mostrando el tesoro de una mariposa amarilla que había encontrado en el jardín. Yokize apagó el tresdé y se levantó, cerró la ventana. Se cruzó con la misma Yokize que se sacudía el agua del pelo, entre sonrisas. Amaterasu soltó la mariposa, y el insecto se posó sobre un libro abierto sobre la mesa, el mismo libro que la otra Amaterasu tenía roto entre las manos.
Takahashi se levantó. Entró en el dormitorio de la pequeña Amaterasu. La niña dormía, agarrada a un muñeco de polifel, un gato samurai de ojazos enormes. El ronin se giró, descorrió la puerta de papel y fibra. Vio a Yokize tendida sobre la cama, esperándole.
Takahasi se acostó sin encender las luces. A solas en el futón vacío, sus manos rozaron el rastro fantasmagórico de aquel último holograma.
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