Me envían una foto, de grupo, de nuestra pandilla, de van a hacer ahora treinta y dos años. Como la canción de Aute, reconozco que esos rostros ya no llevan nuestros nombres. Somos niños que juegan a poetas en el mismo lugar, el patio, donde antes jugábamos juegos de niños. Somos productos de una época y de la moda de esa época: los pantalones vaqueros, las camisas, los peinados, los relojes puestos del revés (todavía me lo sigo poniendo así), las gafas. Sorprende que uno de nosotros, por ejemplo, a quien siempre acusábamos de vestir fatal, sea ahora el más moderno de todos, el más contemporáneo, como si por su ropa el tiempo hubiera hecho un bucle. Sorprende el cuerpo de aquella chica que entonces no nos decía demasiado y que ahora se antoja extrañamente apetecible, cuando ya no tiene ese cuerpo, ni posiblemente esa sonrisa. Sorprende que las paredes del patio estén descalichadas y medio en ruinas y hoy, cuando las miro al pasar, se vean nuevas, reconstruidas y relucientes, mientras que somos nosotros, aquel grupo, nuestra pandilla, los que andamos ya camino del derrumbe.
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