Andaba el otro día uno de mis alumnos más brillantes, cabizbajo y agobiado por la responsabilidad de las notas: se lo toma demasiado a pecho y me pareció que mi deber era intentar convencerle de que la nota es eso, un convencionalismo que después no tiene por qué ser importante en los vericuetos que vaya a tomar su vida, la defensa con la que los profesores justificamos nuestro trabajo y nuestras decisiones, que lo importante de esto de la educación es y será lo que recuerde de estos años después de que lo olvide todo.
Y eso me hizo recordar, como al viejo Indiana Jones del parche y la mala baba, la historia del Bulldog y las clases de filosofía, y lo mucho que aprendí de ellas para mi vida.
El Bulldog era, claro, el profe de filosofía que teníamos allá en sexto de bachiller, la misma clase de la anécdota de la chuleta de religión que les conté la semana pasada. Cura y muy cura, con sotana, voz de trueno, ojos perpetuamente ceñudos y cara de muy mala, malísima leche. No sé si decir que parecía un cura pre-conciliar, porque no sabíamos entonces lo que eso significaba, pero entre un puñado de otros curas que vestían de gris, con su alzacuellos y sus gafitas de moldura metálica ya, se le veía antiquísimo, impresionante. Nos daba mucho miedo.
Era el profesor de filosofía en sexto, y sus clases de filosofía consistían en los siguiente: siempre a primera hora, las nueve de la mañana. "Hagan estudio", decía, y nosotros abríamos el libro y él se ponía a leer el periódico. Así, tan pancho. A falta de cinco o diez minutos para el final de la clase, leía, leía la pregunta de rigor del libro, y así hasta el día siguiente. El viernes hacía un examen: resumen de la lección. Pronto aprendimos a dedicar los cincuenta minutos a otros menesteres, mientras él leía el periódico y a veces hacía comentarios que nos dejaban turulatos ("¿Sabéis lo que os digo?", gritó una vez en mitad de una noticia a la que no teníamos acceso, pues no teníamos el periódico delante, "¡Que Marisol es una puta y Antonio Gades es un cabrón!"). De piedra, nos dejaba el Bulldog. También nos confesó que era alérgico al sol y que cuando le daba así de pleno en la cara empezaba a estornudar. Cosas. Pronto aprendimos también a tener preparado el resumen de la semana y a dar el cambiazo a aquellos exámenes semanales.
Llegó final de curso y el Bulldog nos dio entonces la lección que nunca he olvidado. Uno por uno nos fue pidiendo que hiciéramos una auto-evaluación de lo aprendido. "Con sinceridad, oigan ustedes. Con honradez cristiana. Valorando su trabajo, su esfuerzo, el rendimiento que han obtenido a lo largo de estos nueve meses. Si ustedes tuvieran que evaluarse, ¿qué nota se pondrían? No es la nota que les voy a poner yo, pero quiero que reflexionen sobre la calidad de su trabajo".
Nos pilló fuera de juego una vez más, porque desde allá por el segundo mes de curso, ya sigo, dedicábamos las clases de filosofía a repasar otra asignatura, a dibujar (yo a tallar un corazón en la mesa), y a otras cosas. Así que todos fuimos sinceros, y cristianamente honrados, y uno por uno dijimos aquello de: "Pienso que podría haberme esforzado más. Creo que tendría que haberle dedicado más tiempo. Me parece que podría haber dado más de mí mismo en esta asignatura". Y todos nos fuimos auto-evaluando: un seis, un siete, un cinco. El único que reconoció que no había dado palo al agua fue un tal Molina, que tenía una hermana que estaba buenísima, y a quien llamábamos "vaso de leche" porque era blanco como la fábrica de Puleva.
¿A que no saben ustedes qué pasó? Exactamente. Valorando nuestra sinceridad y nuestra honradez cristiana, el Bulldog nos puso exactamente la misma nota que habíamos dicho que creíamos merecernos. Y sólo suspendió uno: el sincerísimo y honrado Molina, que dijo un cuatro, y un cuatro le cayó.
Cinco o seis años más tarde, en la facultad, el catedrático de turno nos hizo la misma encerrona. "Yo no estoy capacitado para evaluar a nadie. Pónganse ustedes la nota que quieran", nos dijo, porque era encantadoramente progre y lo pensaba de verdad y quedaba muy revolucionario y aparente.
Las clases, entonces, las dábamos juntos los alumnos de cuarto (nosotros, Juanjo Vélez y yo nada más), y los de quinto, que eran unos ocho alumnos. Empezaron ellos y dijeron, exactamente, lo mismo que habíamos dicho en aquella clase de sexto de bachillerato: "Pienso que podría haberme esforzado más. Creo que tendría que haberle dedicado más tiempo. Me parece que podría haber dado más de mí mismo en esta asignatura". Y todos se pedían un seis, un cinco.
Hasta que me llegó mi turno. Y dije, muy serio, y echándole un morro como había aprendido observando a mucha gente: "Yo quiero un nueve". Hubo un murmullo general de escándalo. ¿Un sobresaliente? ¡Si nos habíamos pasado el curso tomando café y churros en vez de clase! "Un nueve", insistí. "Si esto va a ir a mi expediente, y me va a servir para la nota media, quiero una nota alta".
El catedrático, con los ojillos brillando de diversión, pero muy serio, me preguntó entonces: "¿Un nueve? ¿Y por qué no un diez?". No dudé al responderle: "Porque mi vergüenza tiene un límite".
Y apuntó mi nueve como nota. Juanjo Vélez dijo que, como yo, también quería un nueve. Y se lo puso. Como los alumnos de quinto ya habían pedido su nota, se formó un pequeño guirigai, pero no tenían a nadie a quien echar la culpa de su honradez que a sí mismos.
El catedrático, más listo que todos ellos, acabó poniéndole un diez a todo el mundo. Yo agradecí que aquellas aburridas mañanas de mi bachillerato, con el Bulldog, me hubieran puesto en sobreaviso de cómo iban a pintar las cosas en mi futuro.
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Categorías: Las aventuras del joven RM