Confieso que la noche de los Oscars me aburre desde hace muchos años. Lejos quedan los tiempos de las porras, de programar el video o quedarte escuchándolos por la radio. Lejos quedan, también, los años en que había visto las películas en liza, y me indignaba porque al pobre Spielberg le daban con el Gandhi en la cara.
Esta mañana me he llevado la alegría de ver que la Academia de los Oscars, con su mecanismo de auto-corrección de injusticias históricas, le ha dado un premio por su carrera a Jerry Lewis, al inimitable jerrylevi de las tardes de nuestra infancia, al que era patoso y nerviosísimo pero siempre demostraba tener buen corazón y, cuando podía, dejaba claro que no era nada de tonto y sí que era capaz de conjugar humor blanquísimo con mucha mala leche.
De sus tiempos con el otro grande que también hemos olvidado, Dean Martin, con quien formó pareja durante la primera parte de su carrera, Jerry gozó en los años cincuenta y, para nosotros, en los sesenta de una aureola de mito. Los hermanos Calatrava, Emilio Aragón, y el propio Jim Carrey beben indisimuladamente de su escuela.
Luego se cayó del pedestal y parece que el pueblo americano (no recuerdo si por mediación de la intelectualidad francesa o como reacción a ésta) le dio la espalda. Jerry se convirtió en el cómico a ocultar, en el pasado a ignorar porque daba vergüenza. Tuvo problemas de sobrepeso e imagino que de sustancias poco recomendables, se le mató un hijo y tuvo la mala suerte de intentar ponerse trascendente en una película que jamás se estrenó y donde interpretaba a un cómico judío condenado por imitar al Führer.
Ahora se le hace justicia, no sé si a su carrera, a la excusa de sus labores humanitarias (no es un Oscar sensu estricto) o a nuestros recuerdos, a aquel patoso que en la marina, o en las carreras de caballos, o en los dorms de las quinceañeras, compartía protagonismo y perdía siempre ante aquel otro caradura que cantaba a la altura de su compadre Sinatra y a quien Jerry, en su mejor película (El profesor chiflado) parodiaba tan bien cuando se convertía en el alterego seductor, Buddy Love, de su personaje de siempre.
El niño que yo fui, Jerry, se alegra por el muñeco que ahora tienes.
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