Nuestro Alfredo Amestoy, como buen delegado de letras y anteproyecto de manifestante bufandero (o sea, como Emma Thompson pero en hombre) fue el encargado de organizar por su cuenta y nuestro riesgo esa cosa que ya empezaba a ponerse de moda en los primeros años setenta: la excursión de final de curso. Una pasta, costaba la excursión de marras, pero la idea de saborear la independencia con dieciséis o diecisiete años tenía entonces, igual que ahora, ese pellizquito insoborbable al que no se le podía decir que no, en la vida.
No recuerdo si la propuesta era ir una semana a Canarias o a Baleares. Pero sí que costaba un ojo de la cara, poco más o menos, y que las economías de casi todas nuestras familias (hijos de la clase obrera como no recordamos que fuimos) nos ponían difícil aquello. Pero Alfredo Amestoy, que era emprendedor y bullita como pocos, nos dio una solución maravillosa. La misma solución maravillosa que se viene usando desde entonces, claro: vender papeletas.
Y claro, uno podía tener una familia más o menos solidaria, pero vender doscientas cincuenta papeletas a un duro cada una era forzar demasiado los vínculos de sangre. Tuvimos que convertirnos en émulos de la chica de Avon o el serio señor del Círculo de Lectores, pero en adolescente, y vender papeletas para el sorteo de navidad puerta a puerta.
La de cosas que han cambiado en treinta años, me parece, porque ahora mismo llamas a una puerta para venderles una papeleta y tienes que acabar corriendo delante de los perros como Joseph Fiennes en Shakespeare in Love. Entonces eran otros tiempos y la gente se fiaba más, o daban menos la lata con cosas terribles en los telediarios, porque no se explica que, después de clase, nos echáramos a la calle y fuéramos casa por casa llamando a timbres donde siempre nos atendían amas de casa apuradas o directamente ancianitas enguatinadas mientras nos asaltaba un olorcillo a café muy fuerte y se escuchaba la radio.
Ibamos siempre Miguelito Martínez, Paquito Pérez de Lara (que era el único que se había estrenado aunque no nos lo contó hasta mucho más tarde), y yo. Para nuestra fortuna, en Cádiz acababa de estrenarse eso que ahora ya nadie llama por ese nombre: Las mil viviendas en la Barriada de la Paz, edificios altos con muchas plantas y muchas viviendas por cada planta. Y gente, ya digo, amable que o nos decía que no y nos daba con la puerta en la cara sin mentarnos a la madre o picaba y compraba una papeleta por cumplir que a nosotros nos sabía a gloria. Como las plantas solían tener cuatro portones y nosotros éramos tres, el que era más rápido en recibir el sí, o el no, se dedicaba a la puerta sobrante.
Vendimos todas las papeletas en tiempo récord. Nos dio algo más de yuyu cuando, agotadas las mil viviendas, entramos en Guillén Moreno. Una bronca ante un ascensor, con cuchillos y gente tirando a otra gente por las escaleras nos disuadió de pedirle a Alfredo Amestoy más papeletas.
¿Fuimos de excursión a Mallorca o a Canarias, se preguntarán ustedes? Pues la verdad es que no. El dinero de la venta de papeletas, un pico para la época, no llegaba para nada, y de pronto nos vimos en la tesitura de buscar otras formas de conseguir pasta: hicimos un festival de títeres (el gigante Popelín o algo así), pero los titiriteros fueron más listos que nosotros y de lo recaudado, que fue bastante, se llevaron más del ochenta por ciento. El compañero que sugirió la idea de contratar a aquellos feriantes, conocidos suyos, imagino que habrá pasado por la cirugía plástica para que no le reconocieran.
Alfredo Amestoy tuvo entonces una idea genial, y nos vendió, como si fuera un viajante de esos que de vez en cuando nos engatusaban con colecciones de cromos, tebeos tipo Trinca o enciclopedias y biblias, el no va más de ganar dinero fácil: la cadena de oro.
Eramos adolescentes, pero no carajotes, y lo mandamos a hacer gárgaras todos, pero absolutamente todos, incluyendo su cla particular, los otros diez estudiantes del curso de letras. Nos quedamos, sí, sin viaje de fin de curso, pero cuando Alfredo Amestoy tuvo que repartir el dinero de las papeletas sé que al menos Miguelito Martínez y yo nos dimos un atracón de tebeos.
Ya lo dijo el gallego: no hay mal que por bien no venga.
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Categorías: Las aventuras del joven RM