La épica se convierte en lírica. La aventura del príncipe vikingo entra de lleno en los terrenos de la poesía.
Diez años después de iniciada su serie, Hal Foster sigue explorando y haciendo avanzar las limitaciones del medio. Ignoro a estas alturas si la King Features Syndicate le dejó hacer a su aire o si tuvo que batallar, como su personaje, contra las cortapisas editoriales, que ya le habían conminado a rebautizar a Val y habían decidido convertirlo en príncipe en vez de mero hijo de un “thane”, pero poco a poco, con la paciencia y la meticulosidad que le son características, Foster continúa explorando la vida de su héroe y, al hacerlo cada vez más humano y literario, amplía una y otra vez las murallas que cercan la historieta.
Tras la reconciliación entre Val y Aleta después partir de Camelot y la viñeta donde ambos aparecen en actitud cariñosa tras haber hecho claramente el amor (número anterior, página 507; recordemos que estamos hablando de un cómic de 1946), el regreso a Thule marca una segunda luna de miel que quedará empañada por un nuevo secuestro que, una vez más, virará la serie de lo cotidiano a lo aventurero.
La implacable persecución por mar desde Thule al norte de América crea una tensión que aumenta con la locura de Ulfrun y su progresiva pérdida de control. Inmersos en un momento culminante, Foster nos regala esa magnífica viñeta donde su maestría narrativa le permite eludir los textos y mostrar la muerte del pirata vikingo como un acto casi insignificante dentro del ambiente majestuoso de la naturaleza salvaje que los rodea.
Foster se equivoca, sí, al llamar indios a los nativos, pues no tiene necesidad de buscar un término alternativo que no esté marcado por la historia, pero la manera en que retrata sus rostros y abalorios, sus costumbres y viviendas, marcarían la manera de trasladar a la historieta a los nativos norteamericanos. En esta estancia en América de sus personajes, Foster recrea paisajes y experiencias que tienen un claro tinte autobiográfico, incluyendo el deporte que practicó en su juventud y los trucos de pesca y caza a los que fue tan aficionado toda su vida.
El paso de gigante que supuso la boda con la reina Aleta tiene en este número su continuación natural: el nacimiento de Arn, su primer hijo, y nada menos que en las tierras canadienses donde el propio Foster había nacido y vivido. Es el primer niño que nace en la historia de los cómics, y es también la primera indicación de que el tiempo va a pasar y va a marcar a partir de ahora las andanzas de Val y Aleta. En un tono intimista y preciosamente familiar, el lector asiste al invierno en el bosque, al silencio, al recogimiento de la soledad en una tierra salvaje, y de pronto todo es luz y armonía. La propia Aleta, y el mismo Foster lo dice en sus textos cada vez más líricos, adquiere una hermosura nueva que se refleja en la luz de su mirada. Ya no es una chiquilla bonita, sino una madre, y el artista la retrata en todo momento como tal, aumentando si cabe su belleza y jugando con sus cabellos (casi cincuenta veces cambia Aleta de peinado en estas páginas). También Val, a partir de ahora, madurará en su físico y se nos presentará más recio y maduro, más nervudo y menos burlesco.
El nacimiento de Arn está narrado con mimo y con sorna, con conocimiento de causa y con amor: una vez más, nuestro autor retrata claramente una experiencia que conoce y que consigue que, quienes la compartimos, equiparemos a experiencias propias. Foster juega cuatro semanas más tarde a cambiar el punto de vista del narrador, entregándolo por dos veces al pequeño Arn y su experiencia vital. Con su paciencia característica, recupera el nombre que quiso para su personaje en el hijo de éste, y en un claro caso de continuidad con lo anterior, volvemos a visitar al príncipe Arn original, compañero de andanzas de Val en los primeros meses de la serie. Foster sintetiza lo ocurrido y altera levemente la verdad ya mostrada diez años antes, pero la alegría del reencuentro es más fuerte que cualquier pega que pudiera ponérsele, teniendo en cuenta que en el ritmo de publicación de la serie las licencias poéticas no podían ser captadas por su público.
Con la llegada de Arn las aventuras de Valiente tendrán ahora en el regreso al hogar y la familia un añadido importante. Para el futuro queda la experiencia vital de un niño que crece a la sombra de su padre hasta convertirse en hombre: celos cuando vea ocupar su trono por sus hermanas gemelas, fantasías infantiles, experiencias en otras familias, aventuras en la nieve o el desierto, la dura reflexión tras dar muerte a su primer enemigo… Hasta convertirse en co-protagonista de la serie, el joven príncipe Arn, tan parecido a su madre en el físico, tan valiente y decidido como su padre se convertirá, como cualquier hijo de verdad, en el reloj que marcará el paso de los años, el espejo donde los lectores también podrán asomarse.
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