Hace ya tiempo que no dedico mis sobremesas a ver cómo en la tele un bicho se come, en inmortales palabras del sabio carnavalero, a una cucaracha muerta. Ahora intento pegar ojo viendo sudar a los chavales de otro de esos experimentos sociológicos a rebufo de Gran Hermano, ese donde las nuevas generaciones demuestran una expresión oral directamente proporcional a su vestuario e inversamente proporcional a los tatuajes en los que se han gastado un perraje.
No sé si saben ustedes que tengo dos piernas izquierdas, con lo cual las piruetas, pasos, brincos, retortijones y saltitos de esos veinte jóvenes me alucinan un mucho, pero la reflexión que saca uno de verlos allí sudar, esforzarse, enamorarse, engañarse, suspirar y llorar mucho, y reír y poner caritas de angustia, es que este tipo de programas donde la juventud lucha por hacerse un hueco en la biografía de los demás es el primer momento de sus vidas en que enfrentan a la cruda realidad el mundo de Mary Poppins en el que han vivido hasta ahora.
Y en el fondo, lo reconozco, me enternece: tan sobrados para muchas cosas, tan expertos, tan de vuelta de muchos caminos, y sin embargo tan carentes, tan ingenuos, tan al principio del viaje, tan adolescentes. La educación de estos niños de la LOGSE y de la democracia les ha puesto siempre en el plato lo más bonito del pastel, les ha reído las gracias y les ha ocultado los esfuerzos, y hasta les ha enseñado y les sigue enseñando, como en los otros programas donde la gente se encierra como en El Decamerón a verse las caras y olerse las caquitas, los trucos infames para echarle morro a la cosa y vivir del cuento, instalándose luego en el famoseo mercantil o colocándolos de maestros con experiencia cuando en el fondo no tienen más tablas que las que pisaron fugazmente delante de los focos.
Unos se aburren tumbados en sofás, en pijama o en chándal (o en ropa de calle, no se distinguen ya), y otros se rompen la garganta o las piernas haciendo gala en las galas de todo lo que aprenden durante la semana. Lo que el sistema educativo no ha hecho por ninguno de ellos, educarlos para la crítica y el mundo exterior, lo aprenden de pronto por la tremenda, al arbitrio de públicos ineptos que siempre tirarán más, estulticia nacional, hacia el gañán o la mozuela de la tierra, más votos para quien más invierta en llamaditas telefónicas que en algún caso, viva la crisis, se pagan con el dinero de todos, venga a hacer patria chica que es lo que mola.
Cuando yo era adolescente me decían que ya llegaría la mili para hacerme un hombre. Hoy la mili como frontera entre el mundo de algodón de la familia y la competitiva sociedad exterior ya no existe, y tal parece que este tipo de programas pseudo-educativos le ha tomado el relevo. Se someten voluntariamente a un régimen espartano de exigencia que por lo pronto les compra la intimidad y en ocasiones los deja turulatos, a cuadritos, cuando esos profesores de rostro severo y gafas de señorita Rottenmeier en mallas rosas truecan a media frase la lisonja por el reproche.
Creo que los admiro. Cuando veo que no comprenden lo que se les pide, recuerdo siempre que hay que dejar muy claro qué se exige en cada prueba. Un profesor puede ser bueno o malo. Lo que no puede ser nunca es arbitrario.
Publicado en La Voz de Cádiz el 12-01-2009
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