Como quien no quiere la cosa, mientras ustedes andaban leyendo esta historia del sepulcro de piedra, yo me peleaba con otra piedra, la que me ha estado fastidiando el riñón desde el día 22 por la noche hasta anteayer a mediatarde. Siete días, que se dice pronto. Quienes ya han pasado por esto (yo ya he picado tres veces y les aseguro que no se lo deseo ni a mi peor enemigo) ya saben lo que es, así que mejor no abundar en lo mismo: duele, duele mucho, y los calmantes no sólo no te ayudan, sino que acaban por dejarte colocado cuando por fin tienes la suerte de dejar la piedra en el camino. Ya les hablaré otro día de los protocolos de urgencias, donde como en todo colectivo humano hay gente maravillosa y gente a las que dan ganas de golpear con un palo.
La Navidad pasada la pasé jodido también: una gastroenteritis producida quién sabe si por unos spaghetti alle vongole que almorcé el día veintitrés, con lo que ya llevo dos años seguidos en mala racha despidiendo el año.
Y yo no soy supersticioso. Me niego a pasar por el aro. No como las uvas, no brindo con champán, no veo que haya nada maravilloso que observar porque de pronto estemos en enero y no en diciembre, ni porque nos vayamos a equivocar todos al encabezar las cartas y los exámenes lo menos hasta el mes de marzo.
No soy supersticioso. Me cargan todas las pamplinas que rodean este día y que tiene tan entusiasmados a todos los presentadores de televisión.
Pero ya van dos seguidas, tú. Y la conclusión a la que uno llega no es que no me guste la Navidad, sino que soy yo quien no le gusta a la Navidad.
No soy supersticioso, pero ya tengo puesta la camisa roja. Comeré las uvas, brindaré con champán, y si no echo la alianza de oro en la copa como es de rigor es porque, cachis, no la encuentro.
Feliz año a todos y que sigamos compartiendo.
Comentarios (30)
Categorías: Reflexiones