--¿Santidad?

Jerónimo Sierra, el nuevo Papa Pablo IX, interrumpió su oración e indicó a monseñor Castellani que estaba preparado.

--El bombardeo está surtiendo efecto, según me comunican los generales del Alto Mando --informó Castellani--. Los yueisis retroceden en desbandada. ¿De verdad queréis formar parte de la segunda oleada de cópteros?

El Papa asintió. Extendió los brazos y el secretario ajustó el peto y el espaldar de la armadura de combate.

--En esta hora santa, he de ponerme al frente de la misión de Dios. Si no recuperamos hoy el Sepulcro, no lo haremos nunca. Y prefiero perder toda nuestra dotación de cópteros a un millar de hombres más.

Castellani asintió, preocupado por el duro cambio que había visto repetirse en los ojos de los dos Papas a los que había servido. Tanto Vittara como Sierra habían sido hombres de paz, de tolerancia, y la Cruzada y la responsabilidad de llevarla a cabo había operado en ellos una extraña y dolorosa mutación que el cardenal italiano no sabía si achacar a la presencia inmediata de Dios o a la del diablo. Sierra se había propuesto terminar con la guerra con un golpe de efecto, ya que a estas alturas no podía detenerla, como si toda ella no hubiera sido más que una gigantesca partida de cartas, y con ese envite estaba dispuesto a poner en peligro su propia vida con tal de recuperar para la Cristiandad la tumba y asegurar su dominio.

Castellani advertía que el nuevo Papa, quien remontaba su nombre al predecesor de Alejandro X como forma de indicar que quería considerarse su heredero espiritual, era consciente desde su nueva posición que la cristiandad ya no necesitaba guías espirituales que los condujeran por los senderos inexplorados de este mundo de ateos. El cuerpo de Cristo creía haber sido capaz de superar la piedra noble donde debía basarse, obviando la figura del heredero de Pedro, convencido de que su fe ciega y el desprecio a quienes no creyeran como ellos bastaban para asegurar la vida eterna y la conquista del cielo.

No por primera vez en los últimos meses, Ludovico Castellani sintió un arrebato de infinita piedad por el hombre que, frente a todo aquello, pretendía de nuevo el vano sueño de enmendar el timón de una Cristiandad que cada vez hacía más cruel la aspiración de trocarse en Sacro Imperio.


* * *

El disparo hizo saltar un borbotón de polvo junto a la cabeza de Marcus Johanssen. Los oídos le zumbaron como si la explosión hubiera reventado alguna parte indispensable de su cráneo, y apenas tuvo reflejos para tirarse al suelo y esquivar la granizada de nuevos proyectiles que rociaron el lugar por donde estaban pasando.

Dos metros por delante de él, Arthur Greenberg se dobló como si acabara de recibir un pase de rugby molesto y se desplomó contra el sendero de grava y piedra. Incluso en la oscuridad, Johanssen logró ver la mancha oscura que tiznaba su ropa blanca, el muslo derecho destrozado por el impacto.

Se arrastró como pudo contra su compañero, maldiciendo en español la coincidencia de haberse dado de bruces con una patrulla yueisi que corría al encuentro de los cópteros invasores.

--¿Artie, estás bien?

La afirmación de Greenberg no sonó demasiado convincente. Los disparos seguían tronando sobre sus cabezas, envolviéndolos en un aluvión de piedra y polvo, pero ocultos tras un repecho por el momento los dos terrestres podían sentirse a salvo.

Greenberg había sido alcanzado dos veces. En el estómago y en la pierna derecha. La primera bala era apenas un roce, más espectacular que doloroso. La segunda había astillado el fémur.

--Me temo que no vas a poder moverte.

Greenberg apretó los dientes y forzó una sonrisa ensangrentada.

--Y si tú no te largas de aquí inmediatamente, habremos atravesado ese desierto en vano.

Los disparos de los yueisis habían cesado. Sobre la grava del camino se escucharon sus pasos.

--Coge la batería --susurró Greenberg--. Sigue adelante. Y no te olvides de salir corriendo en cuanto pongas el detonador en marcha.

Johanssen vaciló. A menos de tres metros, oyó al capitán del grupo yueisi amartillar su pistola. En las alturas, muy remoto, zumbó un cóptero.

Tras un rápido apretón de manos, Marcus Johanssen recogió la pequeña batería solar que le ofreció su amigo. Echó a correr hacia arriba, ignorando los disparos.

Se perdió de vista en un recodo en la montaña y sólo pudo escuchar, desde allá en lo alto, el rojo destello de las ametralladoras láser del cóptero terrestre que regaban la posición donde Arthur Greenberg y sus cazadores yueisis habían sido sorprendidos esperando.


* * *

Las luces del contrataque teñían de un granate más vivo la piedra oscurecida de la gruta. No había nadie montando guardia, quizás porque los yueisis habían corrido todos a repeler la muerte desde el aire con la que los manchaban los terrestres. Johanssen esperó oculto los minutos suficientes hasta asegurarse de que no le habían seguido, de que estaba solo. Entonces, embozado como una sombra, cruzó corriendo la planicie y se introdujo en la boca de la cueva.

El frío golpe de aire lo retrotrajo a aquel atardecer en que descubrieron el sepulcro, cuando ninguno sospechaba las consecuencias que iba a tener una expedición que habían considerado poco interesante. No llevaba esta vez ninguna linterna por la que guiarse, pero después de haber subido el antepecho de la montaña fiándose de sus instintos, no le importó demasiado avanzar palmo a palmo por aquella oquedad inundada de negro. El rojo barniz de la destrucción que pintaba el aire de Oasis de una paleta multicolor bastaba para indicarle tenuemente qué camino seguir.

La bomba palpitaba contra su pecho. O tal vez era su corazón acelerado. Apoyó la mano en la pared y la notó gélida, marcada por líneas que antes no había advertido, grabados primitivos que lamentó no poder ver o estudiar con detalle.

Siguió avanzando. La primera vez que entró en esta cueva le había parecido, o eso recordaba, que el sarcófago estaba cerca. Ahora, recorrer el pasillo hasta el atrio le resultó enormemente largo, infinito. Por un momento, temió que la información obtenida del satélite espía fuera incorrecta y los yueisis hubieran trasladado los restos a otro lugar más seguro.

Pero no. Estaba allí. Acostumbrados sus ojos a la oscuridad, divisó el contorno de la tumba, los rasgos extrañamente familiares del hombre que todos habían querido identificar con Jesucristo. Se acercó. A menos de dos pasos del sepulcro, se agachó y contempló con atención aquel parecido sorprendente, casi mágico.

No pudo evitar extender una mano, tocar la cabeza de piedra, seguir el contorno de la nariz y los labios. Sabía que iba a cometer la pronafación definitiva y pese a ello se sentía inundado de un grave conocimiento de su situación. Tenía que ser una falsificación. No podía ser otra cosa. O una simple coincidencia. Dios no podía haber querido pretender la locura que los hombres, Sus seguidores, habían desatado al otro lado de esta caverna.

No era experto en geología. Ignoraba qué material podía haber fraguado aquella piedra, por lo que no estaba en disposición de certificar un origen terrestre o yueisi. Sintió un escalofrío. Los ecos de las explosiones lejanas hacían temblar levemente el suelo y el techo. Sonrió torvamente. Dentro de poco la sacudida de su bomba iba a hacer que las paredes se desplomaran con una urgencia que nadie había esperado.

Y tenía, por todos los medios, que salir de aquí. Ignorante del destino final de Arthur Greenberg, era indispensable que sobreviviera a la explosión que planeaba, para poder explicar al mundo que había sido él, y no un complot yueisi o un error en el bombardeo que se desarrollaba entre las montañas, lo que había destruido la sepultura desencadenante de toda la tragedia. Lo último que quería era que los cruzados acusaran a los yueisis de haber hecho volar la tumba como un último acto de resistencia contra la invasión terrestre.

Acercó la mano al detonador de la bomba. Recordó los pasos que Greenberg le había indicado, el cierre a la derecha, el cable sobre el percutor. El artefacto estallaría con potencia suficiente para volar un edificio. Del sepulcro no quedaría ni rastro.
Contempló de nuevo los rasgos silenciosos de aquel desconocido yueisi a quien los hombres se habían empeñado en venerar como santo. Cerrados sus ojos, las membranas nictitantes de sus congéneres no podían apreciarse en la talla. Bien era cierto que podía haber pasado por un ser humano exacto.

No podía ser Dios. Era imposible. Y aunque lo fuera, el encuentro de aquella tumba no justificaba una Cruzada Galáctica. Tendrían que haber inventado otra excusa para sus planes de expansión. ¿Qué iban a hacer cuando encontraran otra Línea Coseriu y otros planetas donde los hombres pudieran alojarse sin tener que esperar los siglos precisos que demandaba una terraformación? ¿Iniciar otra vez el proceso? ¿Descubrir una nueva tumba de Cristo? ¿Someter a otras razas por el deseo de convertirse en mártires?

No podía ser Dios. Habría sido hermoso que lo fuera, quizá. Sin duda sería agradable comprobar que las dudas de tantos siglos tenían una respuesta clara, que existía un premio después de este valle de lágrimas, que en efecto había una lógica y un designio en el absurdo de la vida.

Estaba desvariando, lo sabía, absorbido por la mágica presencia de aquel sepulcro. Si de verdad era la tumba de Cristo, sin duda que detendría con su mano de fuego lo que iba a hacer. Johanssen miró los ojos muertos, casi esperando que se abrieran y una voz de ultratumba pronunciara el milagro de detener lo que entonces sería un sacrilegio.

Pero no pasaba nada. La talla seguía inmóvil, perpetua en su descanso, silenciosa y doliente. En el exterior los temblores y explosiones parecían alejarse. Estaban solos el sepulcro y él. Y la bomba que pondría un aldabonazo de cordura a la excusa imperialista de los seres humanos.

Si de verdad hubiera sido Dios, todo habría sido distinto. Habría obrado un milagro.

Acercó la mano a la bomba.

No llegó a escuchar la detonación que como una carcajada metálica acompañó al disparo que desparramó su cerebro sobre el catafalco.


* * *


Renqueando, sucio, enflaquecido, monseñor Raffaello Barsini se echó la escopeta al hombro y recorrió los metros que lo separaban de la tumba de Dios. Consumido por una profunda tristeza, apartó con el pie el cadáver del hombre al que había abatido de un certero disparo. Reconoció a Marcus Johanssen, pero no le dio más importancia que si se hubiera tratado de un yueisi que viniera, en un acto suicida, a impedir que la Cristiandad recuperase la prueba definitiva del poder de Dios.

Llevaba tanto tiempo viviendo a oscuras en las profundidades de la cueva, dedicado al ayuno y a la oración, que apenas se tenía en pie. Se había convertido en el guardián definitivo del sepulcro, en el humilde Pedro de este enclave santo donde sin duda había una puerta al cielo.

Limpió de sangre la figura dormida del Creador y se arrodilló en silencio, enfebrecido y reumático, cegado por la misma oscuridad que le había protegido en las sombras, y rezó, rezó por Marcus Johanssen y por sí mismo, y por la humanidad que había tenido que surcar el espacio y asentarse en un mundo extraño para purgar sus pecados.

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Comentarios

1
De: Manuel Nicolás Fecha: 2008-12-30 11:41

Me gusta esta novela. Aunque el ejército Papal es un tanto más renacentista que cruzado. Por otra parte las monjas fedayin me ponen bastante palote. Echo de menos una orden militar masculina religiosa tipo Templarios, pero con las monjas fedayin me conformo.
Por cierto, señor Marín, ¿de cuando data esta novela?. Es solo curiosidad.



2
De: RM Fecha: 2008-12-30 11:45

Mañana, tras el desenlace, cuento algunos detalles del making :)



3
De: RM Fecha: 2008-12-30 11:48

Debe ser del 98 ó 99. Se publicó en el último número de BEM, en la versión corta, en 2000. Y esta misma versión en la recopilación de todos los números en CD.



4
De: Manuel Nicolás Fecha: 2008-12-30 12:08

OFF TOPIC TOTAL Y ABSOLUTO:

Necesito saber, imperiosamente, la opinión de los profesionales de la enseñanza sobre la pleícula alemana: La Ola. Me dejó un tanto perplejo.



5
De: Dicker Fecha: 2008-12-30 22:10

A ver si esta nochevieja y añonuevo me leo toda la novela, por cierto, un detalle ponerla aquí.

En cuanto a "La ola", no soy pfrofesional de la enseñanza, pro me parece una buena peli pero muy fantasma.

Si eso sucedió realmente en USA, debía ser una escuela muy particular, no imagino a unos adolescentes de hoy en día tan...apasionados con nada, ni tan obtusos, tan borregos.



6
De: Águila roja Fecha: 2008-12-30 22:58

Esto no es ciencia-ficción. Aleta ediciones de momento, para su producción de cómics bonelli, a la espera de encontrar nuevos cauces de distribucción (Norma ya no da la cara por ellos, o no le interesa)

Que pimientos pasa cón esta editorial, está gafada o álguien de poder se quiere quedar cón sus "fumetti"...
Empiezo desde mañana, profesor Marín, a leerme su novela por entregas. Por lo menos sé que la voy a terminar.