El sol se le clavaba en la armadura como una lanza granate. Tenía un brazo herido, quizá roto, adormecido por los sistemas analgésicos del exoesqueleto. Avanzaba a trompicones y dudaba de la realidad de cuanto tenía delante. Isaías Markowitz se llevó la mano enguantada al casco de plastiacero y apenas consiguió arañar el visor. El acondicionador de aire de su traje, el sino de su existencia, había dejado de funcionar hacía un par de horas, poco después de que abriera los ojos y descubriera que la larga batalla había terminado y se había quedado solo.
Sorbió un poco de agua reciclada. Dio dos pasos al frente y contempló el vuelo de un pájaro negro, un buitre de Oasis o el equivalente a un gallinazo en esta tierra inhóspita. Bicho asqueroso. De buena gana lo habría abatido desde su posición, pero era posible que alguna columna de yueisis estuviera rondando todavía por las inmediaciones y viera al ave caer derribada, revelando su existencia.
El ejército invasor se había internado en el desierto hacía seis días, empujando hacia atrás al contingente yueisi que trataba, con más valor que acierto, de frenar su avance hacia las Montañas del Rostro de Cristo. Así las habían bautizado los exploradores, y así iban a pasar a la historia. La encarnizada batalla que había tenido lugar durante un día y medio se convertiría en uno de esos saldos indescifrables donde cada uno de los bandos se anotaría la victoria. Markowitz escupió. No sabía quién había dicho aquello que una batalla ganada era igual a una perdida. Napoleón quizás. O Nelson. Uno de aquellos ingleses remilgados. No, Wellington. El que había tenido que esperar hecho un glorioso fiambre no sé cuántos años antes de que le terminaran la tumba. Igualito que él ahora. Si estiraba la pata en esta región desolada, pasaría mucho tiempo antes de que pudieran abrir un agujero y poner sus huesos a salvo del hambre del buitre.
Sacó una nemopíldora de su mochila. Hizo ademán de metérsela en la boca, pero se le escurrió entre los dedos y acabó cayendo al polvo. Se agachó a recogerla. La pisó sin querer. Una pasta blancuzca, el resto de la cápsula, se le quedó pegada en las yemas del guante.
Soltó una imprecación. Cayó de rodillas, exhausto. Hundió la cabeza en la arena, como un avestruz, y maldijo de nuevo el sistema electrónico de su exoesqueleto, que le impedía lanzar una señal de socorro que enviara algún cóptero a su rescate.
Captó un roce ante él. Alzó la cabeza, aferrado al fusil láser.
Vio las dos piernas larguísimas, separadas para mantener el equilibrio sobre la duna cárdena. El hábito destrozado, el crucifijo bamboleándose entre los pechos duros como una roca. La monja fedayin le tendió la mano y él se puso en pie como pudo, anonadado. Por un momento, no supo si en efecto había tragado la nemopíldora o no.
Porque era ella.
Superviviente de su destacamento, igual que él. Perdida en un mundo extraño, con los hábitos destrozados y la frente surcada por una línea de sangre.
Bethania do Nascimento.
* * *
Era una locura. Ambos lo sabían. Rebasar las líneas yueisis, subir a hurtadillas el sendero entre las montañas, localizar la cueva, y profanarla. Greenberg ni siquiera quiso hacer el cálculo de cuántas formas diferentes podrían morir antes de que su acción pudiera cumplirse, pero sabía que la cruzada se detendría en seco cuando las naves terrestres descubrieran que se habían quedado sin premio. Eso, claro, siempre que la teoría de Johanssen de que aquello no era más que una excusa estuviera equivocada. Tiempo tendrían de averiguarlo. O quizás no.
Las noticias sobre la batalla en el desierto eran confusas. La pobre cobertura yueisi no les informaba bien del resultado, y las comunicaciones de los cruzados estaban tan cargadas de verborrea triunfalista que hacía tiempo que habían decidido ignorar la mitad de su contenido.
Greenberg sonrió torvamente al imaginar la cara de aquellos sonrientes bustos parlantes cuando anunciaran que el sepulcro causante de toda su gloria y su miseria había sido destruido por un par de terrestres con menos sentimiento religioso que pragmático.
* * *
Parecía que los yueisis habían concentrado todas sus fuerzas en el intento de descargar un solo golpe. Al menos, después de la batalla en el desierto, las patrullas de cruzados habían dejado de localizar nidos de ametralladoras y campos minados que impidieran el avance de sus carros de combate. Teglat-Acaz, el país invadido, casi se encontraba solo contra la enorme fuerza terrrestre. No todas las naciones de Oasis habían acudido en su socorro, quizás conscientes de la capacidad destructora que les había caído encima. O tal vez, como habría explicado Marcus Johanssen, porque pocas son las criaturas vivas que acuden en auxilio de otra camada que pueda tarde o temprano amenazar su territorio.
El avance por el desierto se había convertido, al mes yueisi de comenzar la guerra, en una guerra relámpago que habría hecho las delicias de Guderian. Si el polvo y las tormentas de arena no derribaran los cópteros con más habilidad que los yueisis, el Sepulcro habría sido recuperado hacía más de una semana. La moral seguía alta, pero los casos de comportamiento indigno hacia los vencidos empezaban a abundar, tan comunes a la guerra como la carne al hueso.
Alejandro X terminó la misa de campaña y dio gracias a Dios porque el resultado de la batalla en las arenas, aunque doloroso, había sido satisfactorio para la cristiandad que lideraba, más de nombre que de facto. Sus generales y cardenales le anunciaban que dentro de pocos días avistarían las Montañas del Rostro de Cristo, donde el Santo Sepulcro los aguardaba. El Papa, enfundado en su armadura-sotana, negro peto brillante del más pulido plastimetal, aún no había acabado de saborear la ironía de haberse convertido, como sus antecesores del Renacimiento, en un Papa guerrero.
Poco tiempo iba a tener para acostumbrarse a aquella agridulce sensación de ser, en efecto, el brazo ejecutor de Cristo. Apenas acababa de pronunciar la bendición final cuando la crux immissa de su pecho se resquebrajó con un crujido sordo, manchando la capa blanca de sangre y hierro.
El Papa se vino al suelo como si la armadura estuviera vacía. Un estruendo de disparos y voces, de relinchos y gritos nublaron su capacidad de entendimiento. No sintió dolor, ni siquiera angustia. Se miró el pecho abierto. La armadura humeaba por el impacto de una trazadora. Un comando yueisi había centrado sus esfuerzos en eliminar al macho alfa de los depredadores que los acosaban. Con éxito más que demostrado.
Unas manos auxiliaron a Alejandro X, intentaron detener la hemorragia que le vaciaba la vida velozmente. Todos sabían que era un esfuerzo vano. La herida se reproducía en la espalda, donde un volcán de metal cortaba los dedos del hombre que intentaba ayudar a su Papa.
Alejandro X boqueó, y los labios se le pintaron de sangre roja y restos de la hostia que acababa de consagrar. Empezó a ver el rostro de Jerónimo Sierra en blanco y negro, distorsionado. No conseguía oír las palabras de ánimo de su confesor, del hombre santo que había apartado del camino de la meditación y la verdad para convertirlo en monje guerrero al servicio de su causa.
--Moisés --susurró el Papa Vittara.
Volvió la vista hacia donde imaginaba las Montañas del Rostro de Cristo, el centro de toda aquella locura. La tierra de promisión en la que él tampoco podría entrar nunca.
Jerónimo Sierra asintió, comprendiendo la ironía. Un estertor entre sus brazos y el Papa quedó convertido en el recuerdo de una epopeya, la reliquia de otra época.
Al bendecir el cadáver, el cardenal Sierra advirtió que de sus dedos chorreaba un oscuro reguero de sangre.
* * *
Hacían el amor furiosamente sobre la arena caliente, abandonados a la suerte de sus cuerpos, vengándose del mundo inhóspito donde habían pretendido ingenuamente purgar los pecados de un pasado que los perseguía cosido a sus talones como una sombra. La pecadora Bethania y su descarado seguidor, el hombre que todavía no daba crédito a su buena fortuna. Era como si todos los sueños de Isaías Markowitz se hubieran convertido en realidad. Como si experimentara una sobredosis de nemoestimulantes. Pero era la verdad. La paloma siempre sería una paloma. Convertida en monja fedayin o no, Bethania do Nascimiento seguía siendo la diosa de sus sueños, un ser de sangre caliente dispuesta a abandonarse a la lujuria ahora que no parecía haber otra salida a la situación en la que ambos de encontraban.
Cuando la patrulla yueisi los sorprendió, Isaías Markowitz estaba tan concentrado en el paroxismo del placer que confundió su segundo orgasmo con la muerte.
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Categorías: Ciencia ficcion y fantasia