Dios había hablado por boca de Su pueblo. Consumida la paciencia, cerradas las alternativas, el modo de actuación estaba claro. El rescate del Sepulcro se había convertido en un clamor, una exigencia contra la que no valían razonamientos ni componendas. La humanidad había sufrido el sacrificio del genocidio propio, había atravesado la más dura de las pruebas de fuego y en el transcurso de esa ordalía se había visto cara a cara con la Verdad, aunque su corazón se hubiera endurecido como un pan viejo durante el proceso. Formaban un pueblo elegido, tenían una misión que cumplir, un destino que acatar.
Alejandro X meditaba en Castel Gandolfo, contemplaba las estrellas desde el observatorio, la Specola Vaticana que su antecesor Gregorio XIII había ordenado construír, imaginaba el reflejo de la Línea Coseriu sobre las aguas del lago Albano, y oraba. Como guía y padre de espiritual de un planeta entero, se le exigía una actuación, una respuesta.
Y tan sólo la autoridad de una voz se alzaba desde su Iglesia contra el duro camino de bronce de la espada.
* * *
Si la Santa Sede hubiera participado en la Alianza contra la Jihad, Alejandro X no tenía dudas de que Jerónimo Sierra habría sido uno de sus héroes militares, un siervo de Dios entregado a la causa con vocación de mártir y alma de guerrero obediente. Pero la paciencia y las palabras de consuelo de Pablo VIII habían retrasado la intervención de la Iglesia durante la década entera en que duró el conflicto, exhortando al diálogo y la comprensión, recordando la obligación cristiana de poner la otra mejilla y perdonar, perdonar por encima de todo. A su modo, el Papa Vitullio había sido un revolucionario, el hombre que, por oposición al ayatollah Abderramán Sidi Mohammed, principal impulsor de la Guerra Santa, había configurado su siglo y su futuro. De forma velada, pero sin caer en el defecto de la metáfora rebuscada o la alegoría al uso, Pablo VIII había querido dar a entender que la Jihad islámica no tenía por destino de su odio la fe cristiana, sino el frío sistema capitalista que había condenado a sus creyentes al atraso, la pobreza, el abandono y el olvido. La Jihad tuvo que saldarse con el exterminio de los musulmanes para que los orgullosos vencedores comprendieran que el pequeño Papa veneciano había tenido razón desde el principio.
Ahora, un cuarto de siglo después del final de la guerra que, en efecto, había parecido ser librada para poner fin a todas las guerras, la generación de herederos de aquella catástrofe reclamaba el derecho a equivocarse también, a mancharse de sangre, a entregarse a las llamas de la contienda.
Y sólo Jerónimo Sierra, desde su púlpito en la Red, alzaba la voz contra la locura y reclamaba la misma comprensión, la misma capacidad de perdón y de diálogo que había hecho florecer el sueño de Pablo VIII, un sueño que sus herederos estaban a punto de convertir en una pesadilla.
* * *
Alejandro X miró a los ojos al hombre que tenía frente a frente. Con humildad, pero sin ceder ni un ápice al peso de la mirada del Papa, Jerónimo Sierra soportó la inspección de quien era su superior, y lo observó a su vez, sorprendido, casi dolorido.
En los meses transcurridos desde el principio de este incidente, el Papa Vittara había cambiado de forma ostensible. El obispo español lo encontró enflaquecio, con un rictus de amargura en la comisura de los labios, con un brillo extraño en los ojos. Quizá el Santo Padre estaba enfermo, o en efecto el peso que había recaído sobre sus hombros desde el encuentro del Sepulcro hacía mella también en él, como lo hacía en la Cristiandad toda. Jerónimo Sierra, desde su postura contraria al ultimátum dado a los yuesis, dio gracias a Dios por no encontrarse en la situación de aquel hombre.
--Hemos estudiado atentamente tus homilías y reflexiones, hermano Jerónimo --dijo el Papa, usando la forma plural que rara vez empleaba ya en estos tiempos. Tras él, su Red de ordenadores proyectaba continuas imágenes del Sepulcro y los rasgos marcados en la Sábana Santa turinesa, superponiendo la piedra tallada sobre el lino manchado con una precisión que arrojaba pocas dudas respecto a la coincidencia de la personalidad de ambos Hombres--. Tu actitud nos parece... peligrosa.
--Es sólo una voz, Santidad. Ahogada en las redes de otras voces contrapuestas.
--¿No te parece adecuado que la Iglesia haya de hacer lo que tiene que hacer?
--Hemos sobrevivido a una catástrofe hace menos tiempo del que habría parecido necesario para olvidarla, Santidad. ¿Tan poco aprendemos los hombres que no pasa ni un cuarto de siglo y ya pretendemos repetir ese error terrible?
--¿Te parece que la Jihad es igual a esta situación que se nos presenta, Jerónimo Sierra? ¿Son lo mismo los arrebatos de odio de un loco integrista que el milagro revelado que se nos presenta al otro lado de la Línea Coseriu?
Jerónimo Sierra se encogió de hombros. Miró al suelo.
--Si no es lo mismo, lo parece. Hace treinta y pocos años la humanidad ardió en una guerra de religiones que creímos definitiva. El hecho de que nuestra fe saliera fortalecida al final no justifica que ahora repitamos ese mismo movimiento.
--No es lo mismo, Jerónimo. No es lo mismo. Y si eso te parece, estás equivocado.
--Sólo soy un pobre obispo de una sede remota, Santidad. No soy infalible como Vos. También puedo equivocarme.
--¿Y arrastrar en tu error a miles, millones de fieles?
--Me temo que mis palabras no estén, hoy por hoy, alcanzando a nadie. Soy como la voz que clama en el desierto. No quiero guerra. Pero todos la buscan.
--No es guerra lo que queremos. No malinterpretes la decisión de toda la Cristiandad. Queremos esa prueba de fe. Necesitamos recuperar ese Sepulcro. Los yueisis no son capaces de comprender nuestra situación.
--Y por eso la culpa es de ellos.
--Dios revelado está de nuestra parte --continuó Alejandro X, ignorando la ironía de su obispo--. No es la decisión de un Papa, Jerónimo. ¿Cuándo la Iglesia ha tenido este poder que tiene ahora, esta responsabilidad, este alcance?
--Nunca. Pero si las conversiones a nuestra fe las ha dado primero el sentido de culpa tras el etnocidio de la Jihad, y ahora el odio de la incomprensión hacia otro pueblo... Mal futuro veo para nuestra Iglesia, Santidad, si se me permite decirlo. No era eso lo que Pablo VIII pretendió. No fue por eso por lo que salimos a los caminos tras la guerra, ofreciendo unas palabras de aliento y un abrazo de comprensión.
--¿No crees que, una vez recuperado el Sepulcro, nuestra actitud sea la misma?
--Los cadáveres no oyen palabras de salvación, Santo Padre. Y eso es lo que vamos a conseguir si seguimos adelante con el ultimátum a Oasis.
Alejandro X crispó los puños, el rostro contraído en una expresión de angustia intraducible. Jerónimo Sierra era fiel exponente de la doctrina que había fortalecido a la Iglesia, la encarnación más palpable de las palabras del Papa Ditullio, un hombre entregado a la causa. Su opinión tal vez no contara para las mesnadas de fieles que exigían una intervención directa contra Oasis, pero sí para el propio Papa Vittara. Necesitaba esa voz a su lado en este trance. O silenciada.
--¿Cuál es tu opción, entonces? ¿Dejar allí olvidada la tumba del Hijo de Dios? ¿Actuar como si no supiéramos de Su existencia?
--Se puede llevar la Palabra a Oasis sin violencia. Al menos, deberíamos intentarlo.
--Y se intentará, Jerónimo. Tienes mi palabra. Se intentará. Después de que el Sepulcro regrese.
--Después de que exterminemos a todo un pueblo.
--No. No habrá más violencia que la necesaria. Nuestros asesores lo han analizado todo. Punto por punto. La intervención será breve. Los yueisis no están preparados para ofrecer resistencia.
--Tampoco lo estaban los musulmanes. Y la guerra duró diez años.
--Porque no quisimos decantar la balanza con nuestra intervención. Porque no estábamos unidos. Porque los ataques terroristas no vienen de ninguna parte.
--Y nuestro ataque terrorista sí será claro.
--Cuida tus palabras, Jerónimo Sierra. No pongas en duda el camino trazado por Dios. Esa actitud tuya sólo podría acarrear el peor de los contratiempos en esta Hora Santa. ¿O acaso pretendes con tus palabras crear un Cisma? Ahora que la Iglesia está unida, ahora que somos más que nunca piedra angular, escogida, preciosa, ahora que quienes en un tiempo no fueron pueblo de Dios han venido a ser pueblo Suyo, ahora que Su nombre es más grande de lo que nunca fue, ahora que vamos a cumplir la Voluntad de Dios, ¿usarás la libertad como pretexto para encubrir la malicia? ¿Fragmentarás de nuevo la Iglesia?
--Conozco mejor que nadie la Primera Carta de Pedro, Santidad. Y no, no romperé la unidad de la Iglesia.
--¿Dudas de ese Sepulcro de Oasis?
--El Plan de Dios es inefable, Santidad. Muy ciegos tendríamos que ser los hombres para creer que sólo somos nosotros, en esta mota insignificante del espacio, los únicos bendecidos por Su Gloria.
--Pero no quieres una intervención militar.
--No quiero una Cruzada. Quiero el regreso a un pueblo peregrino. Podríamos llevar la Luz a Oasis de otro modo que no tuviera que ver con las armas.
--Ojalá fuera tan simple, Jerónimo. Ojalá. ¿Has oído alzarse las voces? ¿Has analizado sus palabras? ¿Crees que Pablo VIII no quiso detener la Jihad como yo quisiera impedir esta Cruzada?
--¿No podéis impedirla?
--Sólo soy un líder espiritual. No tengo el poder de decisión sobre quienes gobiernan las naciones. Pero me arrinconarán a un lado si me opongo. Actuarán por su cuenta. ¿Qué sería de la Iglesia si la arrinconasen de nuevo, si se encontrase sin un guía, sin un Papa? Y no hay egoísmo en mis palabras, Jerónimo, créeme. Ojalá no estuviera donde estoy. Pero es mi destino. Con mi negativa o sin ella, el pueblo de Dios actuará. No soy Pablo VIII. No tengo su paciencia. Ni su don de palabra. Ni estos instantes que vivimos son iguales a los que él tuvo que enmendar. Con el Papa o sin el Papa, la Cruzada ya está en marcha. Sólo puedo pretender encauzarla.
--¿Y poneros al frente?
--Y ponerme al frente. Y poner al frente a aquellos que pueden conseguir que la intervención sea rápida, sea piadosa, sea justa. Ahí es donde entras tú, Jerónimo Sierra. Tu actitud puede provocar un cisma.
--Si encontrase quien me oiga. Pero no lo encuentro, Santidad. Y de todas maneras no quiero fragmentar la Iglesia.
--Te reafirmas entonces en tu voto de obediencia.
El obispo español bajó la cabeza. Asintió.
--Y en el de pobreza. Y en el de castidad.
--Entonces, por bien de la Iglesia que amamos y servimos, nos te imponemos un nuevo voto, cardenal Jerónimo Sierra. El de silencio. Pon freno a tu voz. Calla tus palabras hasta que sea momento de reflexión. Hasta que de verdad sea la hora de oírlas y analizarlas. Y acompáñanos a Oasis como nuestro confesor particular, como brazo al servicio de Dios, para que no olvidemos en ningún momento que luchamos por Él y así el pecado no reine entre nosotros y no nos obligue a obedecer nuestras bajas pasiones.
--La victoria, la gloria y el poder a nuestro Dios, porque sus sentencias son objetivas y justas --citó Jerónimo Sierra, la cabeza gacha, los ojos nublados por las lágrimas.
El Papa asintió ante sus palabras, y las reconoció, y musitó para sí el perdón por lo que había hecho de aquel hombre santo. No había referencia más adecuada para un momento semejante como el Libro de las Revelaciones de San Juan.
El Apocalipsis.
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