Desde muy joven, Arthur Peter Greenberg había sido un hombre de ninguna parte. Cuando la Jihad estalló, prendiendo fuego a los cuatro rincones del mundo, no era más que un joven recién salido de la facultad de periodismo. Con un experimentado cámara de video por único acompañante, su principio de miopía y la intrepidez que es fruto de la inconsciencia, recorrió las zonas del conflicto y fue testigo directo del implacable contraataque que las democracias occidentales descargaron contra los anhelos de justicia de todo un pueblo sometido y cegado por el lastre de sus gobernantes y el opio de sus creencias religiosas. Había ganado su primer Pulitzer antes de cumplir los veinticinco años, pero también había visto más muerte y más miseria que la mayoría de los hombres y mujeres que leían sus artículos en la Red de información o en los periódicos de medio planeta.
De la Jihad conservaba Greenberg cicatrices en el cuerpo y en el alma, ninguna de las cuales había sanado del todo. Aún había veces en que despertaba sudando, tembloroso, fruto de la malaria contraída en Teherán, cuando los bombardeos indiscriminados sobre la población civil ahogaban los quejidos de los niños y los gritos enfervorizados proclamando "Alá Akhbar" de los fedayines más fanáticos. No había podido olvidar rostros de cadáveres desconocidos que todavía lo miraban por las noches con sus ojos ciegos, ni las diversas amenazas de muerte por fusilamiento o decapitación a las que se había enfrentado durante la contienda por parte de los dos bandos. No era un descreído exactamente, pero ser testigo directo de un etnocidio no es algo que se sobrelleve con facilidad. Aquel primer Pulitzer había servido para lavar la conciencia de una sociedad que se alzaba sobre el cadáver del antagonista con el que había convivido durante cientos de años, pero Greenberg no había podido superar, en muchos aspectos, el sabor de la pólvora desparramada, el descubrimiento de la existencia de aquel caparazón implacable que cubría a los corazones de odio.
Intentó iniciar una carrera como novelista cuando la Jihad quedó aplastada, pero descubrió que no era Hemingway, que quizá la sociedad superviviente no estaba preparada todavía para hacer reflexión sobre el horror que había tenido que atravesar para seguir avanzando. Por eso volvió al periodismo. Y en menos de cinco años había ganado un nuevo Pulitzer, sin historias de guerra que enternecieran corazones o espantaran las pesadillas de otros niños más afortunados que los que no había podido enterrar en los Altos del Golán o el camino de Damasco.
Y ahora estaba aquí, en otro mundo, huesudo, delgado, miope y más maduro, henchido de la misma curiosidad y la misma admiración por la vida que cuando era un pardillo que no temía teclear en su portátil las impresiones que le producían la explosión de los cohetes que aplastaban una doctrina y también cualquier posibilidad de un entendimiento entre los hombres.
Otro mundo. Diferente a la Tierra, similar en muchísimos aspectos. Había también niños sonrientes, y mujeres hermosas, y sin duda políticos corruptos y artistas mediocres y policías implacables. Con sus dientes planos y sus pieles azulinas, con su arquitectura barroca y sus vehículos de batería solar, con su ciencia en pañales y su filosofía fatalista, los yueisis distaban mucho de haber conseguido una sociedad perfecta. No eran ángeles. No eran demonios. Eran, simplemente. Y eso le parecía a Greenberg lo más importante de todo. Por encima de la maravilla de la Línea Coseriu y el sorprendente hallazgo de aquel sepulcro enigmático en las montañas, le fascinaba la vida que veía explotar y expandirse a su alrededor, tan igual y distinta a la vida que había conocido en la Tierra, tan insignificante y tan grandiosa. Tan limitada, tan frágil, tan pequeña.
* * *
Desde su posición única, Greenberg había seguido con cierto despegue alucinado la controversia desatada en la Tierra por el descubrimiento del sarcófago en las montañas de Oasis, pero ni siquiera su experiencia le habría podido avisar de lo que se avecinaba.
Llevaba cuatro meses viviendo en el planeta, unas vacaciones forzosas pues su periódico había querido retenerle en ese lugar en cuanto la noticia del descubrimiento de monseñor Barsini, celosamente protegida por valija Vaticana, saltó a la Red y fue de dominio de todo el público. En esos cuatro meses, lo sabía, el extraño efecto desorientador que provocaba atravesar la Línea Coseriu había hecho que más de un año transcurriera en la Tierra, como si el universo de bolsillo que crecía como una ampolla pegado al tejido el cosmos conocido se moviera a velocidades superlumínicas que crearan un efecto distorsionante.
Era consciente de la polémica despertada entre los creyentes en la Tierra, y del caso omiso que sus demandas habían provado entre los gobernadores yueisis. El propio Greenberg, en uno de sus artículos, se había preguntado cuál habría sido la reacción de María Kennedy-López, la presidenta de los Estados Unidos, si una improbable delegación venusina o joviana hubiera aparecido de la nada exigiendo la entrega inmediata del Monte Rushmore o de la Estatua de la Libertad sólo porque se asemejaban al cánon de moda en sus respectivas culturas. Al parecer, poca gente había hecho caso de su comentario.
Era consciente de la polémica, pero no llegaba a imaginar cuál iba a ser el siguiente movimiento en aquel extraño impasse provocado.
Lo descubrió por la tremenda.
* * *
La delegación terrestre era escasa en el planeta. Sólo quedaban ya en la órbita un par de naves, y medio centenar de observadores científicos y consultores económicos trabajando en la superficie. Greenberg calculaba que le esperaban en Oasis un par de meses más, otro cuarto de año según el distinto fluir del tiempo en la Tierra.
--Haga las maletas --anunció el embajador Dolan a través de su portátil, interrumpiendo el sumario de actividades para el día que estaba leyendo--. Nos marchamos.
Arthur Greenberg contempló la consola y parpadeó como un estúpido. Requirió más información a la mini-red que la delegación terrestre había implantado en Oasis para sus comunicaciones internas, pero no había otros datos.
Salió de la habitación. Un grupito de científicos y economistas se había congregado en el pasillo.
Greenberg no tuvo tiempo de comentar con ninguno de ellos qué pasaba. Tampoco los demás parecían conocer el motivo de aquella orden. Un cosquilleo familiar en la nuca y en los brazos alertó al reportero de lo que sucedía. Instinto periodístico, el miedo que nunca se olvida, la noticia que se asoma y te pide que le des caza.
--La Tierra va a cortar relaciones con Oasis hasta que se solucione este asunto del sarcófago --anunció el embajador Dolan, esta vez en persona, ante la puerta de su suite en el hotel que, provisionalmente, ocupaban.
--¿Cortar relaciones? --preguntó una economista de Harvard a quien Marcus Johanssen había estado tirando los tejos la semana anterior; su falta de atención actual tal vez indicaba que había conseguido su objetivo y que la experiencia no había sido del todo de su agrado--. ¿Por eso nos marchamos?
--Puede que corramos peligro aquí --contestó el embajador.
--Eso es absurdo --replicó uno de los científicos--. ¿Qué tenemos nosotros que ver con toda esta historia de la tumba? ¿Qué pueden hacernos los yueisis?
--Los yueisis tal vez poca cosa --intervino Arthur Greenberg, el portátil plegado y la mochila a la espalda--. Pero podríamos caer víctimas de fuego amigo.
Todos comprendieron lo que implicaban sus palabras. Dolan le dirigió una mirada helada.
--¿Está usted loco, Greenberg?
--Mi médico de cabecera reconoce inmediatamente los síntomas de un resfriado. Yo reconozco esto de lo que estamos siendo testigos. En caso de duda, retira tu embajada, quema los papeles, lárgate en el primer vuelo que haya. ¿No es lo mismo que nos están ordenando? Sucedió en Berlín, en Sarajevo, en Kenia. Señores, lo tenemos muy claro. Si nos dicen que nos marchemos de aquí, hagamos caso antes de que el agua de este Oasis se vuelva salobre y acabe por envenenarnos.
* * *
La retirada, aprovechando las horas de la noche, fue rápida y organizada. Congregados en el patio del hotel yueisi que les había sido cedido en calidad de embajada provisional, la cincuentena de hombres y mujeres esperaron la llegada de la lanzadera que los llevaría a la órbita y desde allí de regreso a casa a través de la Línea Coseriu.
Empezaban a subir a la nave de enlace cuando Arthur Greenberg se dio la vuelta.
--¿Sucede algo, Greenberg? --preguntó, desabrido, el embajador Dolan.
--Johanssen. No está. Y ahora que lo pienso, no lo he visto en toda la noche.
Dolan maldijo entre dientes y comprobó su escáner.
--Ese charlatán metomentodo no estaba en la embajada. Su laptop está desconectado. No se ha enterado de nuestra marcha.
--Pero no podemos dejarlo aquí.
--Ni permitir que nos convirtamos en rehenes porque ese sociólogo enloquecido esté haciendo una investigación de campo de madrugada.
Greenberg se puso rígido.
--No pretenderá abandonarlo a su suerte.
--Póngase en mi situación --contestó el embajador, preocupado y seco--. No puedo hacer otra cosa.
--Concédame treinta minutos, Dolan. Treinta minutos nada más. Creo saber dónde localizarlo.
Dolan negó con la cabeza. Consultó su crono.
--La lanzadera no puede esperar tanto tiempo. La otra nave ya ha abandonado la órbita. Si no partimos en veintidós minutos, habremos quedado aislados.
--Muy bien, que sean veintidós minutos --dijo Greenberg, corriendo ya hacia la puerta--. Voy a traer de una oreja a ese saco de grasa rubio.
* * *
Greenberg, como Marcus Johanssen antes que él, había descubierto que la noche tenía similares características en ambos planetas. Para unos era el momento de descanso necesitado, para otros era la ocasión de desarrollar una interesante doble vida paralela.
Ninguno de los miembros del contigente terrestre, desde la escalada de tensiones planteada por la exigencia de entrega del sepulcro, se atrevía a alejarse del entorno de la embajada sin protección, sobre todo de noche, por lo que cuando el sol rojo se ponía y el cielo sin estrellas se extendía sobre Oasis como una manta negra todos regresaban inmediatamente a la seguridad relativa del hotel.
Aunque la prensa yueisi no veía con buenos ojos la injerencia terrestre en los asuntos de su acervo cultural, recelando que detrás de todo aquello pudiera haber intereses desconocidos, Greenberg no creía que de momento fueran a tener problemas con los habitantes del planeta. Además, en la oscuridad, bajo los tonos de neón de las calles menos transitadas, delgado y nervioso, casi podría pasar por un yueisi él mismo. Esperaba caminar tan velozmente que sólo dejara tras de sí una estela, el borrón de una ráfaga.
Encontró a Johanssen donde sabía que iba a estar, confraternizando con un par de yueisis de vida alegre en el local de alterne que el socioexólogo le había recomendado encarecidamente. "Confraternizar" era una forma suave de expresar lo que el grueso intelectual estaba haciendo. Las dos hembras yueisis se turnaban para poseerlo, como aves zancudas posadas sobre el lomo de un hipopótamo, inundando las paredes del cubículo que los tres compartían con un caleidoscopio de destellos de colores. Greenberg se preguntó si aquello sería producto de los caprichos de un artilugio sexual o si, en efecto, las sensibles pieles yueisi emitirían fuegos fatuos con los estertores del orgasmo.
No se paró a hacer preguntas. Descabalgó de forma algo brusca a una de las hembras de encima del vientre de Johanssen, indicó a la otra que no tenía que preocuparse con un gesto que esperaba significara lo mismo que en la Tierra, y les arrojó un puñado de monedas, una pequeña fortuna que no iba a necesitar dentro de catorce minutos, a salvo camino de la órbita.
Johanssen lo miró con sus ojillos estrábicos. No eran las costumbres de apareamiento yueisi lo único que había estado probando.
--Magnífico, hombre --rezongó Greenberg, mientras ayudaba a vestirlo--. Puedes pasar a la historia como el primer terrestre con gonorrea galáctica. ¿Quién sabe? A lo mejor hasta te conviertes en el primer varón humano embarazado por un par de mataharis extraterrestres.
--No digas tonterías, Artie. ¿Crees que no vengo preparado? Los anticonceptivos yueisis son de una calidad que...
--Vale, cuéntamelo en otro momento. Tenemos prisa.
Johanssen parpadeó. Sus ojitos azules en ese momento parecían muy pequeños.
--¿Vamos a alguna parte?
--A casa.
Johanssen se debatió contra la pernera izquierda de sus pantalones. Por dos veces, estuvo a punto de estampar su enorme mole contra el suelo.
--¿Por orden de quién?
--Del sentido común. ¿Puedes correr a pesar de esa tripa? Bien, pues piernas a la obra, Marcus.
--No entiendo nada.
--Ya te lo explicaré por el camino. Díle adiós a tus amiguitas. Hasta nunca, chicas. ¡Rápido! O además de la gonorrea y el embarazo te convertirás en el segundo rehén interplanetario de la historia. Y créeme, amigo mío, no me hace ninguna gracia competir contigo y arrebatarte el honor de ser el primero.
* * *
Corrieron como locos por las calles, esquivando transeúntes, derribando tenderetes, provocando la ira de los vehículos, causando colisiones, resbalones, altercados, insultos que no llegaban a comprender y atascos cuyas consecuencias captaron a la primera. A pesar de su volumen, y de su estado de semi-embriaguez, Marcus Johanssen no se quedó atrás y pudo seguir sin demasiados problemas a Greenberg, que corría como un galgo. Tal vez, por causa de su borrachera, el sociólogo no había captado muy bien lo que el reportero le había dado a entender, pero le pisaba los talones como alma que lleva el diablo.
Todavía faltaba una manzana para llegar al hotel cuando la vieron alzarse con rumbo al cielo, el fuselaje blanco convertido en un trazo de tiza contra la noche. La lanzadera había despegado.
Greenberg no se molestó en contener una imprecación. Comprobó su crono. Veintisiete minutos. Dolan les había concedido otros cinco minutos más de gracia.
Y habían llegado tarde a la cita.
Estaban atrapados en Oasis. Greenberg sabía que el balsámico nombre del planeta perdido se convertiría en un puro infierno cuando se desencadenara la Cruzada.
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Categorías: Ciencia ficcion y fantasia