Aunque nunca había estado en Marte, el color rojizo y pedregoso del paisaje se lo recordaba. Pero el aire era lechoso, no sonrosado, y el sol que asomaba más allá de la curva del horizonte tenía dimensiones distintas. Hacia poniente, perdiéndose ya en la inmensidad del cielo, la Línea Coseriu competía con el punto encarnado alrededor del cual giraban, un agujero abierto y titilante como no se había visto en este mundo desde hacía miles, quizás millones de años. Más allá de aquella llaga abierta estaba la Tierra, el universo conocido, el imperio del hombre. O lo que quedaba de él.

Arthur Greenberg se secó el sudor de la frente y limpió por enésima vez el polvo de sus gafas. Sentado junto a él en el vehículo de tierra, arrebolado y muy rubio, dormitaba Marcus Johanssen. Al parecer, ser los primeros terrestres en explorar esta parte de planeta no le llamaba demasiado la atención, o meditaba en privado sobre algún asunto del que no hacía partícipe a los otros miembros de la expedición.

En el asiento delantero, junto al conductor nativo, el cardenal Raffaello Barsini mantenía una animada charla propia a la que Greenberg hacía rato que no prestaba atención. Quizá la modorra de Johanssen fuera un subterfugio para escapar al interminable parloteo del sacerdote. Aunque sólo lo conocía desde hacía menos de una semana estándar, Greenberg sabía que el rubio socioexólogo era capaz de eso y más. Y Barsini no era precisamente un conversador interesante.

--Dios escribe recto con renglones torcidos --decía el nuncio, atento a las irregularidades del paisaje, indicando al conductor todos aquellos pequeños obstáculos que pudieran entorpecer el ya de por sí irregular avance del todoterreno, como si en vez de hallarse recorriendo un planeta extraño corrieran un rallye y el sacerdote hiciera las veces de copiloto--. Pero también escribe torcido con renglones rectos. ¿Qué otra explicación puede haber a nuestro encuentro?

Al parecer, incapaces de hallar una explicación coherente al hallazgo del Yamamoto Maru dos años y medio antes, la versión oficial había recurrido al siempre socorrido tema del milagro. Un punto se abre en el espacio donde antes no había nada (donde antes no habían sido capaces de detectar nada, se corrigió Arthur Greenberg), y permite al ser humano en expansión por el espacio encontrar un sol desconocido, un planeta en su órbita. Y vida inteligente en su superficie, parámetros coincidentes en un noventa y nueve por ciento con los de la misma Tierra. Demasiado bueno para ser cierto. Pero aquí estaban, la prueba palpable de que el azar también es parte integrante de la formación de la historia. Durante miles de años los hombres habían fabulado que los planetas de su entorno estaban habitados por toda clase de seres imaginables, hasta que los conocimientos científicos y las sondas lanzadas al éter habían descartado que las otras bolas de arena y gas que giraban al compás de la Tierra en el rosario alrededor del sol contuvieran siquiera agua en estado congelado.

Las enormes distancias del espacio habían convencido a muchos de que jamás contactarían con otras culturas diferentes. Para los hombres y mujeres que poblaban la Tierra dos generaciones antes, el espacio se convirtió no en la última frontera, sino en el primer límite. Por el planeta corrió la idea de que estaban solos en el universo, que pasarían miles de años antes de que las naves que empezaban a arrojar contra las estrellas trajeran de regreso la más leve señal radiada de que algo se movía bajo otras atmósferas, calentándose a la luz de otros soles, rebulléndose entre las aguas de otros mares. Greenberg recordó con cierta sorna que entonces la explicación oficial había sido casi la contraria de la que ahora defendía con entusiasmo de apóstol el cardenal Raffaello Barsini. El ser humano era la primera creación de Dios y su misión, como bien aclaraba el libro del Génesis, era poner nombre a todas las cosas, extenderse y reproducirse más allá de su planeta de origen, plantar su semilla y la Palabra en los otros mundos que el Creador había puesto al alcance de su mano.

Y de pronto, como una fruta regalada, como un vaso para saciar la sed, un pliegue en el tejido del cosmos, olvidado quizá por alguna otra raza primigenia, dejaba entrever un mundo similar a la misma Tierra. Dios compensaba al pueblo elegido por las penalidades que había sufrido dos décadas antes. No cabían ecuaciones físicas o matemáticas. La explicación más simple, quizá incluso la más certera, era el milagro. Greenberg sacudió la cabeza, deseando que ese milagro se hubiera producido veintitrés años atrás, antes de la Jihad, y no ahora, cuando, como el oxígeno para un cadáver, mucha gente saborearía el manantial del nuevo mundo demasiado tarde.


* * *


El nombre del mundo era Oasis, o una aproximación fonética que los primeros en atravesar el cordón umbilical entre planetas había traducido de esa forma. El portal que el Yamamoto Maru perforara para desazón de los controladores de la colonia lunar, tras muchas semanas de discusión no siempre racional y organizada, acabó por ser bautizado como Línea Coseriu, en honor al semi-olvidado físico que había postulado de forma no demasiado clara, para hazmerreír de los colegas de su época, que era posible hallar en el espacio puntos intermitentes que permitirían el contacto de dos partes separadas del universo, una especie de agujero que al atravesar una hoja permite acceder a un capítulo posterior de un libro.

Las primeras sondas enviadas al otro lado de la Línea Coseriu regresaron con noticias cuanto menos sorprendentes. Sí, era cierto, más allá de aquel pliegue invisible se hallaba el acceso a un mundo nuevo. Había un sol encarnado, y un planeta de tamaño similar a Urano condenado a dar vueltas a su alrededor.

Y nada más.

No había satélites. No había otros planetas. No se atisbaban estrellas. Sólo aquella bola ardiendo, y la canica atada a su rueda que era Oasis. La Línea Coseriu, pues, no ponía en contacto dos zonas lejanas del cosmos. No era un agujero de lombriz, si aquello existía. No era un atajo al hiperespacio. Era, simplemente, el acceso a un universo de bolsillo donde sólo existían un sol rojo y un planeta ignorado. El universo recién descubierto era limitado. Cuando las naves intentaban ir más allá de Oasis, alejándose en cualquier dirección, volvían como por arte de magia al punto de partida, a la puerta de Coseriu. Parecía que aquel pliegue en el espacio era tan solo el acceso a un desván donde había almacenado un mundo perdido, olvidado hasta que el azar les había puesto en la mano la llave de la puerta.

Pero ese mundo albergaba vida. Las primeras imágenes en vídeo mostraban las luces de sus ciudades durante la noche, las llamas de sus fundiciones lanzando gas negro al espacio, la estela de sus barcos buscando la señal protectora de sus faros.

No pasó mucho tiempo antes de que los hombres de la Tierra se prepararan para establecer contacto.


* * *


Y aquí estaban ellos tres, el reportero Arthur Greenberg, dos veces premio Pulitzer, antiguo corresponsal de guerra y uno de los columnistas más leídos e influyentes de la Tierra; el socioexólogo Marcus Johanssen, traducido a una docena de idiomas y una de las voces a considerar en sus postulados sobre las consecuencias de los parámetros de conducta que implicaría para los seres humanos la terraformación de Marte; y el cardenal Raffaello Barsini, nuncio de Su Santidad Alejandro X, miembros de una delegación de cortesía que habían acudido a Oasis cuando los dos mundos empezaron a sellar acuerdos de comercio.

Dos noches atrás se había celebrado una recepción en la embajada terrestre. En ella, Johanssen no se comportó exactamente como la celebridad intelectual que se suponía que era. Bebió demasiado, comió mucho más, parloteó e incluso eructó, y no se privó de hacer algunos avances sexuales hacia las nativas de Oasis, pues los científicos habían demostrado hacía varios meses que era posible una interrelación sexual sin problemas entre ambas especies, ya que a efectos evolutivos eran casi una sola. Que Greenberg supiera, ninguna había accedido a las insinuaciones del orondo sociólogo. Pero, con la capacidad de convicción de la que hacía gala, no tenía muchas dudas de que acabaría por llevarse tarde o temprano el gato al agua.

Los yueisis, como habían dado en llamar a los habitantes del planeta, eran antropomorfos, no descendientes de caimanes ni insectoides con ojos multifacetados y antenas telepáticas. Provocando cierta decepción para los más soñadores, los nativos de Oasis resultaron ser humanoides con un noventa por ciento de semejanzas con los habitantes de la Tierra. Los hombres eran delgados, con brazos muy largos y caras afiladas. Las mujeres eran esbeltas y hermosas, al menos las que habían visto hasta el momento. Todos tenían membranas nictitantes, una pigmentación levemente azulina que Johanssen atribuyó al trazado de sus venas y arterias y a la temperatura de sus cuerpos, y carecían de colmillos. Los yueisis eran vegetarianos natos, de ahí que sus piezas dentales no estuvieran equipadas con incisivos. De todo, era ese detalle lo que resultaba más extraño. Greenberg se había acostumbrado a leer en las sonrisas o en los gestos de la boca, y los dientes de los yueisis eran desconcertantes.

También para decepción de los fabuladores y los anunciadores de catástrofes, el planeta no estaba organizado en un único imperio bajo el mando de un sátrapa, sino dividido en naciones, a la usanza terrícola. Esas naciones a veces libraban guerras unas con otras, y sus sistemas de gobierno variaban entre las monarquías, las repúblicas, las democracias o los simples patriarcados proteccionistas. Todo muy poco romántico, quizás, lo más alejado de cualquier idea preconcebida de un aficionado a la ciencia ficción, si después del desastre que había sacudido la Tierra dos décadas atrás quedaba todavía alguno. Tampoco existía en Oasis un idioma común, sino más de quinientos, por lo que había resultado casi más fácil que los yueisis aprendieran a hablar inglés y español, las dos lenguas oficiales de la Tierra, que pronunciaban a veces mezclando palabras y con un soniquete dulzón que parecía propio de Sumatra. No habían dominado todavía el vuelo espacial, aunque sí existían aviones, aparatos similares a zeppelines y otros planeadores unipersonales; el grado de tecnología era aceptable, similar al que pudiera haber tenido la Tierra en la segunda mitad del siglo XX, aunque sin la misma evolución causa-efecto que había configurado los inventos y comodidades derivados de estos; por ejemplo, aunque dominaban la energía solar y la eólica, no parecía haber indicios de que hubieran desentrañado, o les interesara siquiera, explorar los secretos del átomo. Marcus Johanssen había encontrado lógico que, en un mundo sin estrellas, dentro de una burbuja finita, nadie hubiera querido internarse más allá de la atmósfera a ver qué podía encontrar al otro lado. El concepto del otro lado, para los aislados yueisis, simplemente no existía.

Para el cardenal Barsini, lo más extraño de todo había sido descubrir durante la recepción que los yueisis no profesaban ninguna religión. Se conducían por una especie de fatalismo optimista, con ciertos puntos de contacto con el budismo zen. Pero claro, el budismo no era una religión, ni siquiera en la Tierra.

Para el cardenal Barsini, lo más sorprendente de su viaje a Oasis había sido descubrir que se encontraba en un mundo de ateos.


* * *


--Esta... característica suya, ¿es el fruto de un proceso de materialismo histórico? ¿Un producto del vacío que les rodea acaso? ¿El resultado de un desengaño, de una desilusión?

En la recepción celebrada dos noches atrás, Barsini había acaparado, como siempre, cualquier posible tema de conversación. A Greenberg le interesaba conocer cuál era la historia de los yueisis, quiénes habían sido sus escritores, sus pensadores, sus artistas, incluso sus líderes militares. Marcus Johanssen dejaba caer preguntas indiscretas con una habilidad diabólica, y a partir de las respuestas iba trenzando en su mente el esquema social del planeta recién descubierto, sus corrientes de opinión, sus conductas asociativas, sus ritos de fertilidad y muerte. Pero en cuanto Raffaello Barsini descubrió con sorpresa que los yueisis no adoraban a ninguna deidad de extraño nombre y liturgias rebuscadas, que tampoco hacían sacrificios humanos ni oraban cada noche en dirección al disco encarnado del sol, sino que vivían el lapso de sus vidas en la fría tranquilidad y el despegue que produce ignorar cualquier posible redención futura o despreciar la certeza de que un Creador les hubiera puesto allí para Su mayor alabanza y gloria, ya no hubo otro tópico. La religión acaparó la noche. Al principio, Arthur Greenberg y Marcus Johanssen asistieron divertidos a los intentos del nuncio por sintetizar la doctrina católica para el embajador yueisi, que atendía muy amable a sus razonamientos teológicos y después sonreía como si hubiera oído un chaparrón en la distancia, sin molestarse siquiera en reforzar con argumentos propios su punto de vista. Después, el tema se convirtió en puro tedio. El cardenal Barsini era incapaz de admitir que todo un planeta lleno de culturas y civilizaciones diferentes, a menudo incluso contrapuestas, sólo tuviera en común el rechazo a la existencia de Dios, la ignorancia de Su Mensaje y Su Palabra.

--Bueno, quizá en el principio nuestros antepasados adoraron el fuego --contestó el embajador, Tad Ghe, mirando fijamente al sacerdote y parpadeando de cuatro formas diferentes para desconcierto de sus interlocutores, que no sabían interpretar sus gestos--. Fue el fuego lo que les dio poder sobre los depredadores que los acechaban. Lo que les permitió proteger sus pastos y mantener a raya los ataques de las fieras. Pero pronto descubrieron que el fuego que caía del cielo era algo que podían producir por su cuenta. Supongo que eso acabó con cualquier intento futuro de implantar una... religión. ¿Es así como llaman a esa peculiar sensación de desahogo y desamparo?

El cardenal asintió.

--¿Pero no tienen ustedes filósofos, pensadores? ¿Nadie en toda su historia ha insinuado siquiera la existencia de un Ser superior y supremo que les ha otorgado la vida? ¿Eso que algunos han dado en llamar el Punto Omega?

Tad Ghe se encogió de hombros, o al menos eso fue lo que en su expresión corporal quisieron interpretar los terrestres. Quizá Barsini hablaba demasiado rápido para su limitado dominio de los idiomas terrestres. Quizá a él tampoco le interesaba demasiado el tema de conversación.

--¿Creen en Dios todos los habitantes de su mundo?

Arthur Greenberg intervino rápidamente, por temor a que el cardenal empezara mencionando el Génesis y no parara hasta la última encíclica de su jefe, la archicitada Nova Pacem in Terris.

--No todos. Hay... diversos dioses. Unos creen en un Dios, otros en otro muy distinto. Y hay quienes no creen en nada.

Tad Ghe asintió haciendo aletear sus párpados, con aspecto satisfecho, como dando a entender con el gesto que su mundo no era tan raro después de todo.

--Pero sólo existe un Dios único y verdadero --se apresuró a apuntar el cardenal, algo molesto con el implante en el vómer que le permitía filtrar el exceso de oxígeno de la atmósfera de Oasis--. Cada vez son más en la Tierra los que abrazan el camino de nuestra fe.

--Sí, ya no van quedando demasiados que puedan pensar de otra forma --murmuró Marcus Johanssen entre sorbo y sorbo. El líquido, parecido al champán, empezaba a subírsele a la cabeza. Barsini le dirigió una rápida mirada de reproche, pero el sociólogo no le hizo el menor caso.

--En la Tierra, la religión del cardenal Barsini, que también es la nuestra propia, ha producido grandes obras de arte --apostilló Greenberg--. Esculturas, pinturas, monumentos arquitectónicos. Y también piezas teatrales y musicales, poesía, y naturalmente infinidad de tratados de pensamiento teológico y filosófico...

Y guerras santas, intolerancia, persecuciones, cazas de brujas, hogueras públicas. Todo demasiado reciente, demasiado doloroso. Greenberg se mordió los labios y esperó con todo su corazón que el lenguaraz Johanssen no pusiera voz a sus pensamientos. Por fortuna, el sociólogo acababa de volcar su atención hacia una hermosa yueisi que le ofrecía unos canapés vegetales.

--Ahora que lo dice... --el embajador Tad Ghe entornó los ojos, provocando un efecto extraño en su rostro azulino; imposible aventurar qué nuevo mensaje gestual pretendía con eso--. Hace mucho tiempo... muchos siglos, según su cómputo, sí que tuvimos a alguien que propugnaba la existencia de algo similar a dios.

--¿Un profeta? --los ojos de Barsini se llenaron de una luz nueva.

--Un predicador más bien. No conozco con detalle cuál puede haber sido su doctrina, evidentemente, pero creo recordar que había algo relacionado con la vida eterna que usted mismo acaba de mencionar hace un instante, monseñor Barsini, y un Creador supremo tal vez. Tendría que buscar los datos en alguna biblioteca especializada en el tema. Ya comprende que para nosotros no fue más que una anécdota histórica sin demasiada importancia. Ni siquiera ha quedado registrado su nombre.

Barsini tragó saliva. Johanssen, más prosaico, prefirió el champán.

--¿Y qué sucedió con ese predicador de ustedes? ¿Consiguió convertir a alguien?

--Me temo que no. Lamentablemente, fue ejecutado. Nuestros antepasados eran bastante menos tolerantes que nosotros en todas aquellas cuestiones que pudieran oler a subversión.

Una nube de silencio abatió a los tres humanos y al yueisi. Greenberg comprendió que la incomodidad que él mismo sentía no era ni una pálida sombra de la inquietud del sacerdote.

--Pero tenemos constancia de dónde está enterrado --continuó diciendo el embajador yueisi--. Un equipo de arqueólogos lo descubrió hace un par de siglos. Si tanto le interesa el tema, monseñor Barsini, podría llevarles mañana a visitar su tumba.


* * *





--Ya estamos cerca --indicó Tad Ghe, a los mandos del vehículo. Por mucho que se esforzara, Arthur Greenberg fue incapaz de ver nada entre la polvareda que levantaban. En momentos como éste, sin duda que era muy conveniente disponer de unas membranas nictitantes en los ojos, como su anfitrión yueisi, aunque eso no le salvaría de la cantidad de tierra caliente que le asfixiaba, al igual que a los otros dos miembros humanos de la expedición.

Marcus Johanssen había abierto los ojos, enrojecidos como los de un galápago, y masculló algo que Greenberg no pudo entender, palabras en español referidas al polvo y el traqueteo. A pesar de su aspecto y su apellido, Johanssen era venezolano. Caribe, como le gustaba añadir. Hijo de padres suecos, llevaba en la educación y en la sangre el calor, la humedad de las selvas tropicales, no el yermo sabor a óxido del desierto.

Sólo monseñor Barsini parecía inmune a la alta temperatura y a las ráfagas de viento seco que sacudían el todoterreno descapotable. Greenberg sabía que el clergyman oscuro que el sacerdote vestía para la ocasión, olvidada la sotana y otros hábitos más ampulosos, venía sin duda ataviado con un regulador térmico que facilitaba el viaje al religioso. El alzacuellos, fijo en su sitio, aseguraba el perfecto funcionamiento del aislante corporal. La Jihad había obligado a la Iglesia a ponerse al día en muchas cosas. Las comodidades de la moda habían sido tal vez las menos llamativas de todas ellas.

Llevaban casi dos días de viaje en busca de la tumba del profeta. Un aparato aéreo los había transportado hasta el enclave civilizado más cercano al lugar, después de que el propio Tad Ghe resolviera para todos las inconveniencias del traspaso de fronteras, y a partir de ahí habían subido a este vehículo, un automóvil de ocho ruedas de oruga que avanzaba lentamente por aquel paisaje rojizo rodeado de montañas de siniestro aspecto.

--No cabe duda de que está un poco lejos --comentó Greenberg.

Tad Ghe le sonrió, mostrando sus dientes planos.

--Ese es el motivo de que los escasos seguidores del predicador sin nombre escogieran esta llanura entre las montañas. Ya les digo que nuestros especialistas apenas hace doscientos años que encontraron la tumba. La habían ocultado muy bien.

--¿Los seguidores no continuaron con su misión? --preguntó el cardenal Barsini, para quien el cumplimiento de su oficio sacerdotal era tan importante como respirar para otros hombres. Al oírlo formular la pregunta, Marcus Johanssen puso primero los ojos en blanco y luego volvió a cerrarlos. Su principal temor, que el sacerdote requiriera sobre sus hombros la tarea de convertir al embajador Tad Ghe al cristianismo, se acrecentaba cada vez que Barsini abría la boca.

--Durante algunos años, tal vez --contestó Tad Ghe--. No hay demasiados registros escritos. La imprenta no existía en aquellos tiempos. Pero si hubo un movimiento de apoyo al predicador, desapareció enseguida, tan olvidado como su impulsor.

--Comprendo --murmuró Barsini, aunque estaba claro que no comprendía en absoluto.

Pronto la llanura quedó atrás y empezaron a seguir un camino de tierra entre las montañas. El calor y el polvo remitieron. Barsini guardó silencio, oportunidad que aprovechó Johanssen para abrir los ojos. El sol guiñaba entre los picos de piedra, prestando al conjunto una extraña tonalidad de hierro.

Cuando Tad Ghe detuvo el vehículo, los tres terrestres pensaron al principio que algo se había estropeado. No había indicios de nada que indicara la presencia de un cementerio. Pero claro, pensó Barsini, si los seguidores de aquel único iluminado en un mundo de ateos querían preservar su cadáver y mantenerlo a salvo del escarnio, habrían elegido un lugar que nada tuviera que ver con los enterramientos al uso. Anotó mentalmente que tenía que preguntar a Johanssen qué había aprendido de los ritos funerarios de los yueisis.

--Un poco más arriba --indicó el embajador, y brincó con la agilidad que le proporcionaban sus largos miembros y se encaramó a una roca que iniciaba el camino a una repisa.

Resoplando, Marcus Johanssen salió del vehículo. Odiaba el ejercicio físico. Ya se había quejado lo bastante sobre los malditos hábitos culinarios de los yueisis y la falta de un aporte proteínico diario al que no estaba acostumbrado.

--Una semana comiendo hierba, nada de carne, y ahora a subir montañas como si fuera una vaca suiza. Monseñor, si esa tumba perdida no merece la pena, le advierto que tendrá que resarcirme con creces de esta pérdida de energías y tiempo.

Barsini estaba ya demasiado excitado para echarse a temblar, pero Greenberg no pudo evitar imaginar los apetitos descontrolados del sociólogo, sufragados a expensas del sueldo del servidor del Vaticano.

Pronto estuvieron siguiendo en fila india el sendero abierto por Tad Ghe. Empezaba a anochecer, o quizá el sol quedaba oscurecido por la altura de las montañas. El calor seguía siendo igualmente asfixiante.

Por fin, Tad Ghe se detuvo y señaló hacia adelante. Al otro lado de la planicie, excavado en la roca, había algo que no podía ser descrito más que como la puerta de un templo. Desde luego, nada que pudiera resistir la menor comparación con el Vaticano o El Escorial, ni siquiera con las cuevas de refugiados musulmanes que Greenberg había visitado en el desierto terrestre durante su juventud. En la lisa pared de un acantilado había una abertura sencilla, quizás provocada por los explosivos o las piquetas del equipo arqueológico que había descubierto el lugar. No había ninguna otra indicación de que dentro de aquel orificio pudiera encontrarse nada más que vacío y polvo.

Entraron en silencio, cohibidos por la sensación de estar profanando algo a lo que, de algún modo, eran ajenos. El interior de la cueva era espacioso y fresco. El sudor se les congeló al instante sobre las ropas empapadas. No había luces. El emplazamiento de aquella tumba perdida ni siquiera se había convertido, para los yueisis, en una atracción turística, pero Tad Ghe conectó la lámpara que llevaba en su mochila y los tres terrestres le imitaron.

Avanzaron, haciendo retroceder la oscuridad. La cueva era profunda, pero no tuvieron que internarse demasiado. Al doblar un recodo de piedra, sobre una especie de atrio, encontraron la tumba. Tad Ghe la apuntó con el foco de su lámpara. Los terrestres hicieron lo mismo.

Hubo un sonido metálico, y un susurro en italiano que al principio Greenberg no pudo comprender. La luz se redujo, y el periodista tardó un instante en advertir que la lámpara había resbalado de las manos del sacerdote.

--Dios mío --susurró Barsini--. Dios mío.

Greenberg avanzó un par de pasos. Se detuvo. Ante él, Barsini se había puesto de rodillas. Marcus Johanssen, a su derecha, jadeó.

Entonces vio el sarcófago, la figura tallada sobre el ataúd de piedra, los ojos cerrados y las manos cruzadas contra el pecho. Vio la frente familiar, la nariz hebrea, la barba partida, las rodillas desgastadas, el tosco dibujo de dos líneas curvas parecidas a un pez en la base del catafalco.

--Dios mío --susurró de nuevo el cardenal Barsini, persignándose, las manos unidas, los ojos llenos de lágrimas--. Dios mío.

Arthur Greenberg comprendió que de eso se trataba exactamente.

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Comentarios

1
De: INX Fecha: 2008-12-22 11:41

Mira que bien...el pobre Hijo De Dios no sólo vino a nuestro mundo a morir por nuestros pecados, sino también a otros mundos, paralelos o no... ( a todos los mundos, quizá) a hacer exactamente lo mismo...aunque a sus habitantes les traiga al pairo...o sea a salvarlos por cojo...
¡Qué cruz!



2
De: INX Fecha: 2008-12-22 11:42

Pero tiene buena pinta, eh? que no era una crítica...tu sigue, sigue...que me tienes enganchá...



3
De: RM Fecha: 2008-12-22 11:51

Hasta mañana...



4
De: Anónimo Fecha: 2008-12-22 11:55

Ha muerto Robert Mulligan.



5
De: INX Fecha: 2008-12-22 12:28

¿En serio?



6
De: Antonino Fecha: 2008-12-22 17:07

¿Que lástima que ya no estén las populares novelas de antaño de ciencia f., cómo las que sacaba Brugera, Toray o otras parecidas?
Cuanto se ha perdido...
Todo esto al margen de los relatos que nos trae RM.

Mucho se pierde y algo se encuentra: 2 notícias de cómic clásico americano para la primavera de el 2009.
La primera ya la sabemos Fantagraphics y Prince Valiant, pero "no cón el color de Bocola" y la otra Educando a Papá de George Mcmanus, tomos de dos años (1913- 15) y felicidad amigos...



7
De: RM Fecha: 2008-12-22 18:20

¿Quién lo publica?



8
De: Antonino Fecha: 2008-12-22 20:52

NBM

www.entrecomics.com

Sr. Rafael, llevo "toda una vída esperando esta colección". Manías ya sabe...



9
De: Antonino Fecha: 2008-12-22 20:53

NBM

www.entrecomics.com

Sr. Rafael, llevo "toda una vída esperando esta colección". Manías ya sabe...



10
De: RM Fecha: 2008-12-22 21:03

Ya somos dos...

Lo malo es que nbm no es precisamente un primor editando....



11
De: carolina Fecha: 2009-02-13 02:03

pues me parecio muy bonita la novela



12
De: claudia Fecha: 2011-09-21 04:32

pss a mi me parece q esta muy bonita la novela sobre el cuerpo ya q es muy importante el cuerpo para nosotros por q es lo mas sagrado q tenemos