"Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de Dios; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos".
Mateo 16.18-19
Había desaparecido en un segundo. Se había borrado en el éter. Eso era lo que decían los muy cretinos. Con esa maldita excusa lo habían sacado de la cama. Reprimiendo en vano su mal humor, Isaías Markowitz subió al undermoon y ordenó el desvío directo hacia la Base de Control Tycho. Inútiles. Seguro que alguno de aquellos malnacidos se había olvidado de conectar el ordenador de seguimiento.
El undermoon cruzó como la bala que era la distancia entre los habitáculos y la sección operativa de la colonia lunar. Markowitz cerró los ojos. El parpadeo de las luces, calculado por su efecto tonificante, se le clavaba en las retinas como las bengalas de exhibición a las que tan aficionados eran sus competidores chinos. Mal momento para encontrarse en mitad de una exploración sexvirtual. De haberlo sabido, habría esperado a otro momento para darse un atracón de nemopíldoras. ¿Pero quién podía resistirse? Recién llegadas de la Tierra y sin el nihil obstat de los santurrones del Vaticano, dinamita pura, libre de efectos secundarios duraderos. Un bombón a su alcance, la gloria, el olvido. Los pechos oscuros de Bethania do Nascimento se dibujaron en plata sobre el chaparrón de fosfenos que rebullía tras sus párpados.
Abrió los ojos. La imagen de la actriz de moda siguió flotando en el aire, a un palmo de sus narices. Hasta podía olerla. Sabía que si extendía una mano experimentaría la sensación de estar tocándola. Habría sido una noche de ensueño. Pero los idiotas de control no sabían hacer nada sin él. Cuando no se trataba de un apagón creían estar sufriendo un ataque islámico retardado veinte años, o una nueva camada de virus info-hiv se cebaba en los ordenadores de mando, o recibían señal vídeo pero ninguna audio y tenían que comunicarse con las naves de paso por medio de señas, ameslán o, peor todavía, usando pizarrines y banderas de colores. Nadie había dicho que la conquista del espacio fuera a verse libre de improvisaciones de último momento.
Si no era una cosa, era otra. Controladores borrachos o hasta las cejas de nemostimulantes, huelguistas que se cruzaban de brazos o se negaban en redondo a soltar los tableros de control de sus cubiertas, el aire acondicionado que de pronto soltaba una descarga a cuatro grados o escupía fuego gaseoso por los conductos. Siempre pasaba algo. La Luna tenía fama de ser una aguafiestas. Isaías Markowitz esperaba que en Marte las cosas fueran a salir algo mejor. Pero, sinceramente, lo dudaba.
Ahora, aquellos vagos hijos de mala madre habían perdido una nave. Una nave entera, nada menos. Markowitz se llevó la mano a la oreja derecha, donde Bethania do Nascimento susurraba Garota de Ipanema con la letra convenientemente puesta al picante del día, y consiguió desprenderse de la alucinación justo cuando el undermoon terminaba su trayecto y el andén de desembarco se extendía a sus pies como la lengua de un muñeco de feria que quisiera tragárselo.
Ignoró la cinta transportadora y caminó hasta la compuerta. Cada vez odiaba más aquellos cacharros. Desde que inventaron el equipaje flotador, la gente no utilizaba las dichosas cintas ni siquiera en los aeropuertos, pero allí las habían instalado, por toda la base lunar, una pijada inútil cuyo presupuesto podría haber sido invertido en mejorar las medidas de seguridad, o en impedir que un puñado de ineptos perdiera un carguero de regreso de Marte en mitad de su periodo de descanso.
Estaba de tan mal humor que ni siquiera los jugueteos indecorosos de Bethania do Nascimento, todavía prendida en su córtex neuronal y arreciando en sus intentos de convertirse en la diosa sexual de esta segunda mitad del siglo, podían sacarlo de su enfado. Seguro que entraría en Control Tycho, pulsaría un botoncito y allí aparecería la nave perdida. Estaba acostumbrado a resolver ese tipo de fallos.
El aspecto de la sala de mando era sutilmente distinto a como la había dejado ocho horas antes, cuando Markowitz terminó su turno de control. El nerviosismo se sentía en el aire, o quizá era un efecto colateral de la nemopíldora que todavía hacía estragos en su cuerpo. Bethania do Nascimento se acercó a él, subiéndose las gafas sobre una nariz extrañamente respingona. Isaías Markowitz parpadeó, hasta que la mulata imaginaria se borró de su campo de visión y los rasgos bastante menos atractivos de Westminster Gaiman se fijaron ante sus ojos.
--Un desastre, señor. Un verdadero desastre.
Markowitz continuó caminando, como si esperara poder atravesar la figura de su ayudante, casi con el deseo ferviente de que fuera tan etéreo como el cuerpo insinuante de la actriz porno. Gaiman se apartó justo a tiempo.
--Se ha borrado en el aire --atinó a decir el hombrecito.
Markowitz lo fulminó con la mirada.
--No diga gilipolleces, Gaiman. Ahí fuera no hay aire. Habrá explotado. Se habrá desintegrado. O estará en otro lugar donde seguro que a nadie le ha dado por buscar --se volvió hacia las pantallas--. Ordenador, quiero la trayectoria de la nave.
--La tiene en esa pantalla, señor.
Markowitz se rascó la nariz. La curva del pubis de Bethania do Nascimento se convirtió en una sinuosa línea que indicaba el avance del carguero marciano.
--No se detecta nada irregular --rezongó.
--No, señor --aseveró Gaiman--. Los controladores estaban indicando las coordenadas para la maniobra de aproximación cuando...
Markowitz ignoró al inglés. Lo sacaba de quicio. Pequeño, delgado, desmesuradamente miope, era la imagen perfecta del burócrata al uso. Por uno de los caprichos del destino, él tenía que soportarlo en la Luna, cuando bien podría estar haciendo pasillos en Ginebra o en Roma, donde sin duda desentonaría mucho menos. Puntilloso hasta la exasperación, Markowitz estaba seguro de que Gaiman era el único miembro de la colonia que utilizaba las cintas móviles. Más de una vez se había preguntado si el atildado funcionario no haría honor a su apellido y sería un homosexual encubierto. De ser así, seguro que las nemopíldoras que consumía a escondidas (de eso Markowitz no tenía dudas; era la única manera de sobrevivir a la angustia paranoide de vivir en la Luna, dijeran lo que dijeran los entrometidos curas) no contarían con mulatas de ensueño o rubias paradisíacas, sino guerreros fedayines hinchados de músculos o esbeltos mártires asaeteados por las hordas infieles, modernos San Esteban de mirada perdida o Lorenzos tendidos en la parrilla como filetes de sexo humano diciendo tómame. Había mercado para todo.
Al diablo. Otra vez la caridad cristiana a tomar por el saco. Jamás aprendería a respetar a las minorías, aunque él mismo fuera descendiente de la más perseguida de todas ellas. Vive y deja vivir, hacía veintitrés años que era el lema de los tiempos, a rajatabla. Todos habían sufrido demasiado por culpa de la intransigencia. Seguro que el desgraciado de Gaiman tampoco sería capaz de comprender su fijación con Bethania do Nascimento y otras reinas del aullido, con o sin la estimulación de píldoras sinestéticas.
Pero, fuera de la acera móvil de enfrente o todo un machote de pelo en pecho, le cargaba su ayudante. En vez de ser eficiente, resultaba insufrible. El tópico de un inglés del siglo diecinueve con botas de suela de goma y peinado funcional. Él sabía por experiencia propia que los británicos no eran más que un puñado de borrachos vocingleros incapaces de sobrellevar la carga de un imperio desaparecido como azúcar en un tazón de té caliente, aunque hubiera algunos de ellos empeñados en reverdecer viejos laureles a costa del escrupuloso cumplimiento de su deber. Westminster Gaiman encarnaba el inglés del futuro. Si había futuro para aquella isla sepultada bajo el fango radiactivo de la Jihad.
Dios del cielo, sabía que Bethania do Nascimento leía tratados de sociología en sus ratos libres, entre revolcón y polvo, pero dudaba que esa afición viniera incluída en el pack de nemopíldoras. Pontificar a la vejez, lo que le faltaba. Justificar por medio de argumentos torcidos su aversión a los anglosajones y los orientales.
Se concentró en el asunto pendiente. No, no se trataba de una metedura de pata del turno que le había sustituido. Un carguero se había hecho chiribitas en pleno espacio conocido, sin que la tripulación lanzara un conato de mayday o escapara en los botes de salvamento. Comprobó de nuevo la derrota del navío. Normalidad absoluta. Velocidad compensada. Transmisiones correctas.
La conversación de rutina con la piloto se cortaba bruscamente en mitad de una repetición de coordenadas. Una nevada de estática anegaba la comunicación, y de pronto el blip blip del escáner se borraba como se consume la onda que crea una piedra en un charco. No había indicios de incremento termal, ni restos de casco a la deriva. Una explosión quedaba descartada. Si se hubiera tratado de una colisión en el espacio, habrían recibido la señal de la otra nave.
Madre de Dios, aquellos inútiles no habían tenido nada que ver con la desaparición del Yamamoto Maru, el carguero peruano-nipón que regresaba de Marte después de desviar un meteorito de hielo y aumentar la temperatura global del planeta rojo algo así como una millonésima de grado. Isaías Markowitz empezó a sudar frío. Dudaba que eso tuviera que ver con un nuevo fallo en el servicio de refrigeración de aire.
* * *
Catorce horas más tarde seguía sentado allí, contemplando el ir y venir de las gráficas de las pantallas, hundido en la más absoluta de las miserias y libre ya, por desgracia, de las alucinaciones de Bethania do Nascimiento. De entre todos los hombres y mujeres que se tiraban de los pelos en Control Tycho, sólo Westminster Gaiman parecía no haber perdido el aplomo. Ni sudaba siquiera. El hombrecito debía ser anaeróbico, pensó Markowitz con cierta envidia, harto de soportar los devaneos del sistema refrigerador.
No habían podido conseguir nada, excepto dar capotazos a la compañía madre del Yamamoto, que llevaba varias horas intentando contactar con la capitana para reprenderle por su retraso. Al carguero se lo había tragado el espacio.
Markowitz se despedía ya de cualquier posibilidad de ascenso en su carrera cuando un trallazo de estática resonó en el control como uno de aquellos petardos de colores que hacían las delicias de los chinos.
--...tación Tycho, ¿me recibe? Estación Tycho, al habla la capitana Ivanir Velasco del Yamamoto Maru. ¿Estación Tycho?
Aunque fuera una mujer, su voz sonaba grave, varonil, cargada de preocupación, de miedo o de culpa. Isaías Markowitz pudo imaginar perfectamente a aquella piloto de rostro desconocido bombardeando campos de refugiados en Libia veinticuatro años antes.
No tuvo tiempo de pedir explicaciones. Un carnaval de luces chisporroteó al instante en todos los sensores, indicando un inconmensurable flujo de energía. La señal audio se complementó con la imagen en blanco y gris de la capitana Velasco, el rostro empapado de sudor y los labios fruncidos.
--Yamamoto Maru, aquí Estación Tycho. Les esperábamos hace dieciséis horas. ¿Dónde demonios se han metido?
--Eso quisiera saber yo --masculló la mujer piloto, rasgos amerindios y el tatuaje de un crucifijo sobre la mejilla derecha--. El espacio conocido desapareció. Hemos estado en... otro sitio. Había una enana roja. Y un planeta único. Todo se borró de repente y aparecimos allí. Ordené virar y parece que hemos vuelto a casa.
--Los índices de energía --susurró Westminster Gaiman, contemplando atónito el ordenador que tenía delante--. Todo ese caudal de fuego...
Los sensores ardían en una catarata incontrolable, incapaces de medir aquello para lo que nadie estaba preparado. Media docena de explicaciones teóricas se dieron codazos en la mente de Isaías Markowitz, siempre dispuesto a encontrar una salida a aquello que le causaba sorpresa en su experiencia. Un microagujero negro. Un agujero de lombriz enroscado sobre su propio costado. Un pliegue en el continuo del espacio. Una ventana al hiperespacio. Un espejismo. Pero allí estaba, ardiendo sin llamas en mitad del vacío, tras la estela del Yamamoto Maru, un leviatán como el que había engullido a Jonás según el Libro Santo. Una puerta hacia otros mundos. Un camino hacia el futuro.
Incapaz de absorber toda la información que le escupían los controles, Isaías Markowitz tan sólo pudo ordenar a la capitana Velasco que parara los motores y esperase sin moverse a que enviaran una patrulla de rescate.
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Categorías: Ciencia ficcion y fantasia