Soy más de cuplé que de villancico. De siempre me ha dejado algo fuera de juego la alegre carnestolendidad de los villancicos populares españoles, esos donde el pobre de San José es víctima continua que queda con las vergüenzas al aire como el gato gitano ante los marditos roedores o donde la virgen lava pañales en vez de pedir que le inventen en el acto el dodotis o el feminismo militante. Escucha uno un villancico en inglés, con su poesía perfecta, su sentido de la métrica y, me atreveré a decirlo, su espiritualidad, y comprende que somos distintos desde hace muchos siglos, y que aunque inventáramos la inquisición y la contrarreforma y fuéramos martillo de herejes en el fondo lo que nos gusta de la Navidad es aporrear con un tenedor la botella de anís del mono y arrancarnos por palmas a cuenta de lo mucho que se bebía en tiempos: como ahora se bebe mucho en cualquier momento, ya no se escucha el jolgorio y el zapateo continuo que los vecinos armaban antes en fecha tan señalada.
De los villancicos, entre el fun fun fun del veinticinco de diciembre, convenientemente reconvertido al cachondeo, de la plata fina del peine virginal y los peces ansiosos de no sé qué río que se beben todo lo que pillan, me quedo con el estupor de la última estrofa del chiquitirrín, qué chiquitirrín metitido entre pajas (que ya...), aquello que dice esto, y así:
Jesusito querido
dicen que come
corazones partidos
de pecadores.
Semejante muestra de canibalismo pesebril es que me aterra, oigan.
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