Habíamos salido de Roma, después de caminar arriba y abajo por la ciudad durante dos días enteros. Excursión de COU, una paliza que todos aceptábamos con ganas. Noche en ruta, sin escalas, Roma-Venecia. Les puse en el video del autobús el Batman de Tim Burton y todos nos quedamos dormidos cuando todavía no habían terminado ni los títulos de crédito.
A eso de las siete de la mañana el autobús paró. Recuerdo el frío y la sensación de desubicación. Estaba lloviendo a mares. Aturdidos todos, cruzamos corriendo la distancia que separaba nuestro vehículo de una masa enorme iluminada de color naranja.
Entramos empapados. Medio dormido todavía, y eso que soy de los que están plenamente conscientes en cuanto abren los ojos. El frío, la lluvia, la desorientación, la pérdida.
Y la música.
Lo llenaba todo. Resonaba en las paredes y en el suelo, se te metía por dentro de la gabardina y te hacía extrañas cosquillas en el corazón. San Antonio de Padua, la iglesia de iglesias, aquel amanecer de lluvia, y la inquietud de no saber muy bien dónde estábamos, la magia de los monjes cantando un laudes, como si hubiéramos de pronto retrocedido mil años en el tiempo.
Durante unos minutos de alucinación, hasta que callaron y volvió la realidad, no fui consciente de si estaba vivo o estaba muerto, tan grande era el desplazamiento. Llegué a la conclusión de que, durante un momento, había rozado el cielo con la punta de los dedos aquellos breves minutos de santidad prestada.
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Categorías: Las aventuras del joven RM