Yo debía tener dieciocho o diecinueve años. Verano de playa, risas, chapuzones, salpicaduras, guerras de agua. Juanito Mateos y su toalla verde inmensa, las mañanas mirando a Visi, las tardes buscando a nadie por las Pérgolas.
Entre carreras de la orilla a la arena seca, manchamos sin querer de agua a un chaval algo más joven, pero más alto que nosotros, que nos espetó con mala cara y todavía peor vocabulario que no lo hubiéramos visto al pasar. Y entonces yo, que no me callaba una, y ni siquiera por lo bajini, le solté la frase favorita:
--Vale. Tu puta madre en bragas.
El chaval (hoy llevaría piercings en las cejas y los labios, una cresta de pollito Piolín, todo el lomo tatuado con Camela) se enfureció y si no se puso verde allí mismo fue porque el bañador que llevaba no era de color violeta. Más chulo que un ocho, yo, acompañado por la figura enorme de Juanito, le planté cara. Y el chaval, con habla atropellada, y con razón, me amenazó:
--Como tú vuerva a desí argo de mi vieha cojo un perúo y te parto la cara.
Juanito y yo nos miramos, aturdidos un instante.
--¿Un qué? --preguntamos a la par.
El muchacho se quedó desconcertado.
--Un perúo --contestó, desorientado, marcando un tamaño con las manos.
--¿Cómo?
--Un perúo --dijo, mudo, buscando alrededor con el gesto el objeto adecuado y la palabra---. Una piedra grande.
--¡Ah! ¡Un pedrusco!
Y nos echamos a reír. El chaval se quedó todavía más desorientado. Perdida el arma de su presencia peleona contra un arma todavía más terrible que no dominaba.
La situación se volvió de pronto tan surrealista que le pedí disculpas al chaval y allí no pasó nada.
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Categorías: Las aventuras del joven RM