Desnortaos, todos. Más perdidos que un pulpo en un garaje. No sabemos en qué ni quién mirarnos, porque ni leemos ni pensamos ni escribimos ni conversamos, y nos creemos que las cosas se solucionan de una forma muy simple: haciendo listas.
El año se acaba (y uno casi no quiere que acabe, de miedo a la catarata que imagina que le espera a la vuelta del calendario) y ya verán ustedes cómo en todas partes empiezan a asomar listas. Las mejores películas del año (cuestión difícil, porque pocas hay), los mejores discos, los mejores programas de televisión, los mejores tebeos, los mejores libros. Y el personal, que no tiene otra cosa mejor que hacer con su tiempo, sobre todo si está en el trabajo y tiene acceso a un ordenata, venga a votar por lo que le parece lo más mejor del año. O de la historia, toma amplitud de miras. Y así nos creemos que se establece el canon, y que en esas listas nos miraremos no sólo nosotros, sino las generaciones futuras. Todo al alcance de una tecla.
Acaba de pasar en los EE. UU. de A., o sea, en yanquilandia. La revista Empire hace una votación (ya sabemos lo buena que es para todo la democracia), para decidir de una vez por todas, que la gente es que no se aclara y luego no tiene parámetros ni conversación el día de acción de gracias, cuáles son los cien mejores personajes de la historia del cine. Y ya pueden ustedes alucinar pepinillos si son más o menos cinéfagos o cinéfilos. Porque, naturalmente, los cien mejores personajes de la historia del cine, desde que el mundo es mundo, son personajes del cine de hace un cuartito de hora. No busquen ustedes entre los primeros puestos del ranking a alguno de los papeles de Marlon Brando, ni a Escarlata O´Hara, ni a Charlot, ni al gran Atticus Finch de “Matar a un ruiseñor” (quien no quiso tener un padre como Atticus Finch es porque quiso ser Atticus Finch él mismo). Nada, qué va. Aquí el personaje más molón y más guai de todos los tiempos es Tylen Durden, o sea, Brad Pitt, que por eso es guapo y daba unas hostias de padre y muy señor mío. Y detrás, sapristi, y por mucho que divierta, viene Darth Vader, que podrá habernos divertido, nos podremos haber disfrazado de él en carnaval, lo podemos tener en camisetas y hasta en un jabón de baño muy mono que me compré una vez en Gibraltar, pero reconozcamos que Hamlet de Dinamarca, o Segismundo, o Edipo de Tebas no es el muchacho de la máscara y el asma.
A mí lo que me deja a cuadritos, una vez más, es la propuesta. O sea, vamos a dejar que la gente diga tonterías y les damos cancha en portada. Y si cuela, cuela. Lo malo, claro, es que cuela por toda la escuadra. Se nos va el sentido de la lógica y el sentido de la historia: la vara de medir a tomar por el saco. Porque, como nos explicaron a todos en el colegio antes de que la futura alcaldesa de la villa y corte trabucara el sentido, no se pueden sumar manzanas y peras. Y si ya es imposible poner en la misma balanza a dos personajes, o dos libros, o dos deportistas o dos cantantes separados por el tiempo y los mil detalles importantes que diferencian sus categorías, más imposible es que el personal que vota (o sea, recordemos, todo el que tiene acceso a un ordenata en el trabajo) sepa exactamente qué es lo que está midiendo y qué es lo que vota, si normalmente no tiene conocimiento del mundo de la cultura y de la historia más allá de lo que programan en la tele o lo que lee en los periódicos deportivos o ve en los estrenos de explosiones y palomitas.
Lo hicimos aquí también, recuerden, con lo de la mejor canción española de la historia. Lo que pasa es que, como ganó el que tenía que ganar (aunque a lo mejor no fuera la canción que tendría que haber ganado), pues todos quedamos más o menos contentos. Lo dicho, que con la maldita manía de hacer listas lo que nos pasamos es de listos.
Publicado en La Voz de Cádiz el 8-12-2008
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