Me siguen sorprendiendo las palabras. Tienen una vida propia que se impone a la voluntad de quien las escribe. Todo está dicho en ellas y nada está dicho al mismo tiempo. Necesitan de ti, como tú las necesitas a ellas, pero aunque creas que eres el director de escena, no eres más que el hilo conductor por el que las palabras se expresan.
Después de las dos últimas novelas que he escrito, por aquello de desintoxicarme, he vuelto al ensayo. O sea, en teoría, una cosa más fría, más controlable, menos dada a la experimentación y la loca libertad del estilo que uno siempre busca en cada texto de creación.
Y puede que sea verdad, pero la fuerza de las palabras está ahí, y ellas e obligan a expresarme de otra manera, desglosando una retórica en la que no había pensado conscientemente antes de empezar la redacción del texto. Lo que en la creación te exige la palabra te lo demanda ahora de otra forma: lo que en un texto de narración prosa debe ser exactitud, pero también ambigüedad, porque a la literatura le viene bien que existan territorios de sombra, en el ensayo debe ser precisión, la palabra justa en el contexto adecuado, para que quede claro lo que quiero decir, aunque no sea con las palabras ni la gramática ni los ritmos que habría empleado en otros escritos.
A estas alturas, no sé cuál de las dos formas me resulta más difícil, ni, llegado el punto final, acaso más gratificante.
Comentarios (7)
Categorías: Literatura