Se equivocaba adrede Bram Stoker: los hijos de la noche no hacen ninguna música dulce. Al contrario, se escudan en la noche para dar rienda suelta a una cacofonía intolerable.
Han matado a un chiquillo en Madrid. Lo han matado a golpes, en una trifulca, precisamente quienes deberían haber sido, ni siquiera en un mundo ideal, sino en éste, los encargados de evitar que se produzcan trifulcas. Un chiquillo de apenas dieciocho años, guapo, quizá rebelde, o con su punto insolente: como son todos los chiquillos de dieciocho años cuando quieren mezclarse con la jungla de asfalto y neón que ofrece la impunidad de la noche. No merecía morir: nadie merece morir apaleado como un perro, igual que nadie merece cambiar de sopetón la ilusión de una fiesta por la pesadilla de un velatorio.
Unos días más tarde han vuelto a apalear a otro chaval en otra discoteca. Hace unos meses, fue un inmigrante quien murió a golpes de karate y racismo por parte de otros porteros de discoteca, esta vez en la zona de los muelles de la movida de Barcelona. Pasa demasiadas veces. Si ya es preocupante no saber en qué oscuros garitos pasan la madrugada nuestros hijos, con quién se mezclan, qué les mezclan, cuándo un tropezón inocente se convierte en motivo de pelea, más terrible aún es saber que quienes guardan la puerta de la cueva se comportan como ogros despiadados que sobrepasan, con mucho, la supuesta función para la que se les paga.
La indignación nos durará unas semanas, a lo sumo. Nos pasamos la vida despotricando, con toda la razón del mundo, de los malos policías cuando se extralimitan en sus funciones, tan claras ellas, tan al servicio de los ciudadanos (al menos en una democracia), y sin embargo parece que nadie había caído en la cuenta, hasta hace unos días, hasta que se vuelva a olvidar, que existe otra policía paralela más allá de las muchas policías que ya tenemos en todo el país y que se superponen en funciones hasta que se pisan muchas veces en lo que investigan: la policía a sueldo de seguratas que no son tales, sino fortachones sin escrúpulos que acaban convertidos en supervillanos de barrio y hacen y deshacen a su antojo, jugando con un poder que les entregan absolutamente cada noche, sin nadie que los controle ni nadie a quien tengan que rendir cuentas.
Las denuncias, en el caso de la discoteca madrileña, habían caído en saco roto. La policía de verdad se muestra impotente. Hasta un magistrado, dicen, fue incapaz de detener la ira desproporcionada de los maleantes. Y todos conocemos, en mayor o menor grado, casos de abuso que afortunadamente no llegan a tanto. Uno se pregunta si sólo hacen falta músculos y actitud para poder poner a alguien en la puerta de un garito, si no tendría que ser obligatorio algo más: un código ético, una evaluación psicológica, unas pruebas obligatorias cada equis tiempo para reconocer qué sustancias llevan estos tipos corriendo libres por su sangre. Si nos quejamos de que los yanquis pueden comprar armas en cualquier sitio y abogamos, desde aquí, por un control armamentístico que nos parece absolutamente necesario, razón de más para atar en corto a tiarrones que son armas vivientes y que, por lo que estamos viendo, no dudan en descargarse cada dos por tres contra muchachos inocentes.
Cada profesión tiene su título, y sus reválidas. También debería tenerlos ésta. El gran poder de garantizar la paz de la noche necesita la gran responsabilidad de saber hasta dónde se debe emplear el uso de ese poder, y ese poder no se puede entregar a cualquiera, ni de cualquier manera. Porque la noche tiene que complementar al día y no tener unas reglas propias que vayan en contra de las reglas de todos. Y porque no está en la naturaleza de los lobos ser los encargados de velar de la seguridad de los rebaños.
Publicado en La Voz de Cádiz el 24-11-2008
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