No es que la tenga yo tomada con los museos. Me encantan, de verdad. Me parecen instituciones necesarias y respetables. Los nuevos templos de nuestra vida y nuestra historia.
Otra cosa, claro, es que la gente que trabaje en ellos no esté a la altura. Y, por supuesto, que gran parte de quienes los visitan tampoco.
El año pasado, lo leerían ustedes por aquí, proferí el terrible juramento de no volver a pisar el museo del Prado, al menos con mis chavales, mochuelo que este año le ha tocado a otra profesora. He visitado, eso sí, con gusto, otra vez el Museo de Ciencias Naturales y el Museo de América, que no conocía.
Y me sigue pareciendo, lo siento, que los museos han perdido parte del ritmo de la historia.
Vamos a ver si me explico, porque tampoco tengo yo muy claro que sepa explicar lo que explicar quiero: un museo no es una enciclopedia, no es un aula, no es una biblioteca. Es un sitio donde se exponen cosas, y cosas interesantes, y donde acude la gente que acude, a matar la tarde o la mañana, a ver con sus propios ojos esas cosas de las que ha leído y le han llamado la atención, o de las que leerá una vez salga de allí porque algo de lo que ha visto o intuido le ha llamado la atención.
Un museo es como un zoológico. Uno ve la cebra y el león, el elefante y el pato, pero no necesita, me parece, que un émulo de Félix Rodríguez de la Fuente le de una lección magistral ad hoc sobre los bichos. Como tal zoológico, es de agradecer que existan los guías, pero también los guías deberían de saber ya que a estas alturas (o estas bajuras) de nuestra historia, nadie les va a soportar dos horas de charla explicando con pelos y señales cada pintura, cada vasija o cada estatua.
Porque un museo, insisto, no es un aula. Y su función debe ser la de preservar para el futuro, la de ilustrar para la curiosidad, la de llamar la atención del que llega. No cansarlo, no atosigarlo, no impedirle pasear a su gusto por las vitrinas y colocarse, sí, delante de las vitrinas a soltar un rollo macabeo que consigue que todo el mundo desconecte.
Se agradece, por supuesto, la labor desinteresada de esos voluntarios, mayormente jubilados, que quieren transmitir su ansia de conocimiento al respetable. Pero antes hay que despertar la curiosidad, no sofocarla.
Para eso están los museos. Para lo demás, insisto y es mi opinión, están los libros y las bibliotecas.
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