Tenemos chico nuevo en la oficina oval. Se llama Barack Obama y dicen que, por ser afroamericano, encarna el sueño de que cualquiera puede alcanzar las máximas parcelas de servicio y poder en esa sociedad donde nos miramos y no llegamos a imitar del todo. Naturalmente, es mentira, aunque sea una mentira bonita: sabemos que no todos los blancos pueden llegar al mismo cargo (hacen falta una burrada de millones de dólares y un montón de pactos con el diablo para hacerlo), pero indudablemente es bueno que apenas cuarenta años después de que la dura lucha por los derechos civiles de los negros diera sus primeros frutos, llegue a la Casa Blanca un hombre (millonario hecho a sí mismo, pero esa es otra) que es claro heredero de esa época.
Porque, independientemente del color de su piel, de esa especie de racismo inverso bienintencionado que nos ha hecho, al menos a los españolitos y a nuestros sabios analistas, ver la larga campaña electoral norteamericana como una rotura de la distancia entre razas (y en buena hora, añado yo), Obama se convierte, y también nos hacía falta, en el primer icono positivo del siglo veintiuno, un siglo que empezó marcado al rojo por el atentado del 11-S y que había tenido, si acaso, solamente a su némesis Bin Laden como referente al otro lado de la trinchera.
Obama se ha convertido en el símbolo de un deseo de cambio y de justicia histórica. No sólo ha sido suyo el voto de las minorías raciales que, todas juntas, pueden y deben reconducir los destinos de un país que es más crisol que ningún otro país del mundo, sino que ha aglutinado a su alrededor un voto interracial, ilusionado, joven. Bastaba ver en la tele las imágenes de la fiesta en las calles, donde pronto no hubo más que alegría por la victoria y tan exultantes se mostraban los viejos luchadores por la integración racial (esas lágrimas de Jesse Jackson, descabalgado un par de veces de la carrera electoral, el Juan el Bautista del nuevo mesías Obama) como los jóvenes rubios y las adolescentes supersize me. Todos quieren a Obama con la misma pasión con que se celebra un campeonato mundial o, en el tercer mundo, se jalea la elección del sátrapa de turno. Un pueblo curtido en la democracia desde sus fundación, qué envidia, todavía encuentra en sus líderes políticos vientos de ilusión con los que desmelenarse.
Ocho años de soportar a ese explosivo cóctel de inutilidad y arrogancia que ha sido el imperio Bush dan paso a una época nueva que nos deja clarito que el pueblo americano no es tan tonto como nos gusta pintarlo. El mundo necesita héroes donde fijarse, después de haber pervertido hasta lo ignominioso la imagen de lo que debe ser un héroe, y es posible que McCain, cuya imagen arrastra consigo la del héroe de guerra, a pesar de la mala gestión de su campaña que ha anulado su condición de republicano “maverick” (o sea, por libre) hubiera podido proyectar también, de haber sido el vencedor, una imagen más templada y serena que la del actual inquilino de la Casa Blanca.
Sin embargo, la América joven ha sido más veloz que la América de siempre. Si McCain combatió en Vietnam, esa guerra de la que ya no se avergüenzan, Obama vende algo mucho más positivo: una imagen tranquila y reflexiva, los andares desgarbados de Gary Cooper o Clint Eastwood, con el lenguaje gestual de John Fitzgerald Kennedy (miren cómo posa mirando al cielo), y el discurso heredado de su otro gran padre espiritual, Martin Luther King Jr. Obama vende una clase y una elegancia que se echaban de menos en el mundo de la política: es joven, atractivo, dicen que trabaja muy bien en equipo y sabe rodearse de gente valiosa. Su currículum personal es impresionante y, además, ha demostrado, y con creces, que está tan cerca del ciudadano como para no avergonzarse de llorar delante de las cámaras por la muerte de su abuela.
Nos esperan tiempos interesantes, esperemos que durante al menos ocho años. Eso sería señal de que Obama lo habrá hecho bien. Poner orden en el desaguisado de los neocons sin control no va a ser fácil.
El mundo del cine y la televisión hace tiempo que juega a contar ficciones donde el presidente de los todopoderosos Estados Unidos es negro. Ahora tenemos por delante una realidad que promete ser más emocionante que todas esas ficciones de Hollywood.
Publicado en La Voz de Cádiz el 10-11-2008
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