No creo en el juego. Quiero decir que no creo en la lotería, ni en las quinielas, ni en la bonoloto ni en los ciegos ni en el euromillón. Mentira cochina. No hay nada que me ponga más de los nervios que la gente saltando y desparramando champán porque dicen (dicen) que les ha tocado unos míseros mil euros en el Gordo de Navidad, y en el fondo tengo la teoría conspiranoica de que toda esa gente que dice que les ha tocado algo está pagada por el gobierno de turno para que los demás sigamos picando.
Tampoco, claro, creo en la ruleta, el baccará, el gin rummy ni el póker.
Pero una vez (un par de veces), he ido al casino.
Allí al Puerto, bajando la colina que nos separa de Jerez, bendita geografía. En realidad, no es que a mí me interesara el casino lo más mínimo, pero en tiempos (hablo de mediados de los ochenta), nuestro común amigo A. tenía un sistema para ganar a la ruleta. O quizá fuera al blackjack. Naturalmente, no se hizo de oro.
Nos insistió un día que lo acompañáramos, un jueves, por aquello de que por una peseta (sí, ya sé, no saben ustedes cuánto valía una peseta, pero ya entonces era una miseria) podíamos ir al cine, ver la película, y luego subir a la sala. Imagino que los jerifaltes pensaban que así nos esquilmarían, poniéndonos la zanahoria del cine antes de desplumarnos, cosa absurda en nuestro caso porque estábamos caninos caninos y el juego, ya digo, no se había hecho para nosotros.
Más de un jueves, sí, fuimos al cine por una peseta. Y a ver películas que no estaban nada mal, en una sala pequeñita de unas treinta o cuarenta localidades, donde nos sentíamos como Kirk Douglas en aquella película de "Dos semanas en otra ciudad". Vimos "La leyenda de la ciudad sin nombre" (que es lo que me ha hecho recordar la anécdota, porque la he puesto esta semana en clase de Proyecto Integrado), y "Vivir y Morir en Los Angeles", que yo andaba traduciendo por entonces. Creo que incluso fuimos una vez a ver a Juanito Navarro y Doña Crocleta en un espectáculo de revista.
La anécdota, por aquello de la pedantería y las curas de humildad, viene cuando, tras la peli, subimos en efecto a la sala. Y nuestro amigo A., que era el único que jugaba y que perdía, se plantó allí en la mesa, con nosotros detrás (los mismos de la anécdota de la cocacola, si mal no recuerdo).
La croupier era una morenaza bajita con un traje de satén rojo y un escote inmenso. En aquellos tiempos no existía la silicona, y desde luego la señorita no la necesitaba, y daba gloria verla ir sacando las cartas del zapato y plantarlas allí delante, con el consiguiente cimbroneo de seda desde el brazo hasta todo el resto del cuerpo.
Y entonces, viendo que la veíamos, la croupier para un segundo fugaz de servir cartas, mira el reloj en su muñeca, nos mira a nosotros, sigue sirviendo cartas y comenta, así como quien no quiere la cosa:
--Ya decía yo que tenía que ser la hora de la peseta. Porque está entrando gente muy rara...
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