Tenían el morbo de la habitación de Barbazul. O sea, el ser el cofre de aventuras y sorpresas que podía oírse en las noches de verano aunque las tapias nos impidieran ver qué pasaba en la pantalla. Era un sonido hueco, algo distorsionado, que se perdía en las alturas espantando pájaros dormidos y mezclándose con el olor de las damas de noche. Ni recuerdo cuántas veces pasé llenito de curiosidad por la misma calle por la que ahora paso todos los días, la calle que desembocaba en la Avenida y lo que luego sería mi colegio, aquella calle de chalecitos monos que terminaba en sendos cines, Imperial y Delicias, verano e invierno, la calle Ruiz de Alda, hoy Parlamento.
En Cádiz los cines de verano, no sé si lo saben ustedes, aunque habrán podido deducirlo por el párrafo anterior, son (o eran) al aire libre. Una pantalla de cal con los rebordes negros, como para que la imagen no se saliera de esos límites, y sillas de madera clavadas por detrás, y un bar en un rincón que se anunciaba antes de la proyección, y a veces jardines a los lados, pero sólo a veces.
Los cines de verano fueron los cine-clubs de los niños pobres de los años setenta, antes de que supiéramos que los cine-clubs existían, el sustituto natural de las sesiones infantiles de los domingos por la tarde. Por pocas pesetas los días corrientes y un poco más los domingos, entre el año 73 y el 75 hicimos nuestro bachillerato cinéfilo con películas de tercera fila: españoladas previas al destape (Aborto Criminal, ¿quién la recuerda?), alguna película de guerra, o de romanos, y sobre todo mucho spaghetti western.
De vez en cuando fueron la posibilidad de repescar, durante el verano, aquellos estrenos que no habíamos podido ver en invierno, o en años anteriores, un muestrario de películas rayadas y estropeadas por su paso trashumante de pantalla en pantalla y de pueblo en pueblo donde cada salto de imagen era acompañado, invariablemente, por los pitos y abucheos del irrespetuoso respetable. Fue gracias al cine de verano y a un compañero de clase que trabajaba echando una mano en la cabina del proyeccionista como supe que cuando aparecían en la imagen estrellas y cruces eran un aviso, la indicación de que había que cambiar el rollo, por eso se notaba un pequeño (o no tan pequeño) desfase en los diálogos y acciones de los actores.
En un cine de verano vi Star Wars por quinta o sexta vez y, lo he contado por aquí otras veces, daba gloria ver el campo estrellado de la película confundiéndose con el campo estrellado del espacio real. Y El Dorado, en el cine Terraza. Y 1941 de Spielberg, por segunda vez, sólo que el proyeccionista se equivocó en los rollos y alteró el orden de aquel caos de película, volviéndola absolutamente delirante e incomprensible.
Recuerdo la sorpresa de ver que alguna amiga vivía con un balcón que daba al cine España, y su expresión de hastío porque el sonido le impedía escuchar la tele. Y las anécdotas que contaban de lo que sucedía en el cine Caleta, donde el cachondeo de cada noche a costa del portero borrachín llegó a acabar en batalla campal contra los grises de la época: dicen que hasta en San Juan de Dios aparecieron al día siguiente las sillas de madera.
En el cine Maravillas vi una película de Cheyenne, pero no era Cheyenne, aunque así se anunciaba. Y cada año, como en romería, acudíamos a ver Un trabajo en Italia (la buena, la primera, la de Michael Caine), aunque creíamos que su título era Un millón de minis. Del cine Brunete me salí dos veces: de una película de Cantinflas (El profe, creo), y de una de Gordon Scott, Héroe sin patria.
Al cine de verano, que ahora intentan recuperar los ayuntamientos en playas, colegios y plazas, lo mató, como estábamos diciendo, el video antes que nada. Ya la posibilidad de repescar películas o repasarlas estaba al alcance del videoclub de la esquina. Algunos trataron de reconventirse a multicines (no, no comprendo cómo podían dividir en dos el cine, y no soy capaz de imaginar que no se molestaran las bandas sonoras unas a otras), y otros ofrecían servicio de pizzería incluida.
Todo en vano. Hoy los cines de invierno, también lo estamos diciendo, son más cines de verano que nunca. Por las películas que se hacen. Por la actitud del espectador, que si no arranca las sillas como aquellos bárbaros borrachos del cine Caleta de hace treinta años, poco le falta.
Por tres duros el cine de verano nos puso en contacto con cine de segunda división y de tercera, pero nos enseñó a amar a Clint Eastwood y a Franco Nero, a Sartana y a Sabata, nos descubrió que las películas de Bruce Lee eran mejores que Los cuatro dedos de la furia y, sí, gracias al cine de verano nos hicimos fans fatales de aquel pistolero primo de Bartolo el vago a quien llamaban Trinidad y era la mano derecha del diablo.
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