Vienen a veces a mi casa, algunos domingos, después de los partidos. A tomarse mis cocacolas zero y a contarme su vida, y a compartir durante un rato todas esas aficiones que tenemos en común que nos hacen amigos, a pesar de que nos vemos de higos a brevas y de que nos conocemos sólo desde hace media docena de años. Hablamos de tebeos, de cine, de las películas en DVD que compramos o queremos, de novelas de misterio y de Sherlock Holmes. A mí no me gusta el fútbol, pero ellos suelen aparecer, cuando aparecen, porque vienen del estadio, vestidos con la camiseta amarilla y al menos uno de los dos (que ahora está haciendo un régimen milagroso que le ha hecho perder una jartá de kilos y me llena de envidia) prácticamente tiene, como mucha otra gente en Cádiz, convertida la equipación en seña de identidad, en uniforme de diario, en reclamación y reivindicación de sí mismo.
Curiosamente, ninguno de los dos son de Cádiz, aunque sé que al menos uno de ellos nació aquí cerquita de mi casa, en la Residencia, circunstancia que le llena de orgullo y bien que se encarga de recordarlo a los cuatro vientos cuando se le dice aquello de que no es de Connecticut-Connecticut que cantaba la chirigota callejera. Son, por tanto, de la provincia. Que debería ser, por tanto, decir que son tan gaditanos como el que más. Y así los veo, cuando me ven, dos chavalotes sanos que siguen al equipo cada domingo y que luego vienen a contarme historias y a que yo les cuente batallitas.
Están encantados, los dos, con la que les ha caído encima esta temporada liguera. Se lo pregunté el otro día, así como zumbón, porque no hay nada que me guste más que picarlos, y no hubo manera. “Es lo mejor que nos ha podido pasar”, me contesta uno. “Este año por lo menos los jugadores juegan, y tiran a puerta, y meten goles”. Y me cuentan que este nuevo Cádiz de la Segunda B ha conseguido devolverles la ilusión no por los ascensos ni por aquellos delirios de Champion League que con cachondeo algo inocentón comentaba todo el mundo hace ya para dos años, sino hacia el deporte como divertimento, como forma de pasar un ratito entretenido cada dos semanas.
O sea, como debería ser más o menos siempre, independientemente de los resultados, aunque ayuda un montón que los resultados sean buenos, claro. Saben que el pozo es duro, y saben que habrá contratiempos, y traspiés, y ya hacen cábalas sobre quién volverá en el mercado de invierno y hasta a quién habría que enviar con pasaporte exprés a otros equipos. Pero disfrutan de la afición sin resquemores, y aunque el equipo de su localidad no se medirá al Cádiz este año (caso que me llegaron a comentar el año pasado, cuando le veían ya las orejas al lobo porque ya no estaba Lucas Lobos), sé que pese a todo su corazón es amarillo y que disfrutarían de un espectáculo futbolístico sin dejarse cegar por la pasión, algo que por desgracia no sucede con otras localidades cercanas y que amenaza ya con contagiarse, como una peste putrefacta, a otras aficiones y quién sabe si también a otros seguidores de nuestro propio equipo.
Es bueno que el deporte sea catarsis, pero sólo eso. Que no domine la vida de nadie, que se vea como un juego. Y que se acepte deportivamente el resultado adverso, y que se festejen las victorias cuando las victorias son merecidas. Es bueno que todo el tinglado sirva para distraer nuestros sueños de la que nos puede caer encima en cualquier momento, y todavía mejor que se acepten con deportividad los reveses de la fortuna (a fin de cuentas, sí, no es más que un juego y el factor suerte también salta cada domingo al campo). Es bueno que por una vez quien sigue el equipo se olvide de nuestras miserias y se sienta unido a un todo más grande que es feliz, y agradecido, y divertido.
No son los únicos, por lo que veo, a los que el lavado de cara del Cádiz les ha alegrado un poquito la vida. Independientemente de los resultados, ya digo. Poque nos creímos que éramos cola de león y a lo mejor es siendo cabeza de ratón como se disfruta más de lo que tenemos, dejando a un lado las pamplinas de los falsos nacionalismos pueblerinos, gozando como chiquillos con un remate o con una parada, y aceptando que al fin y al cabo ningún gol encajado o metido va a cambiar nuestro destino.
Va a ser verdad que para dar un paso al frente a veces hay que tomar impulso atrás. Ánimo, chicos.
Publicado en La Voz de Cádiz el 20-10-08
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