El Servicio Andaluz de Salud y el Gobierno de España se aproximan, por lo visto, a las prácticas del doctor Mengele. Así lo cree, al menos la Santa Sede, según se desprende de las páginas del prestigioso rotativo vaticanista Osservatore Romano, que echó un jarro de agua fría sobre el nacimiento de Javier, el niño que salvará la vida de su hermano víctima de una enfermedad congénita. El rotativo condenaba «la estrategia del caso piadoso, pensado sistemáticamente para hacer pasar prácticas de eugenesia, en un intento de alejar las negras sombras que ha dejado sobre ellas el nazismo». Me imagino la cara que se les debe quedar a sus padres, los gaditanos Javier Mariscal y Soledad Puertas, portadores de la beta talaseima mayor, la peor variante de anemia mediterránea que no padecen en sí mismos pero que, sin saberlo, transmitieron a su primer hijo, Andrés, que hoy tiene seis años y que difícilmente podría llegar más allá de los 35 si no se hubiera llevado a cabo esa selección genética que la Iglesia Católica Anatemiza.
Sin su hermano, Andrés no sólo estaría condenado a muerte sino a transfusiones cada 15 días al faltarle oxígeno a la hemoglobina que produce la médula del niño; y aún así sus órganos se irían deteriorando. El artículo aparecía firmado por la historiadora católica Lucetta Scaraffia, especializada en bioética, que llegaba a asegurar que salvar la vida de Andrés por medio del nacimiento selecto de un hermano compatible para un trasplante es «un acto en sí egoísta y que, además, implica la exclusión de la vida de otros seres humanos». Esos otros seres todavía no se llamaban Andrés ni Javier, sino embriones. Así que para no incurrir en el pecado del egoísmo, si lo fuera, los padres tendrían que haberse resignado cristianamente a ver padecer a su único hijo durante los treinta y tantos años que durase su calvario. Infierno en vida, salvación eterna.
Ella entiende que esta solución no es válida porque «un niño es considerado un medio y no un fin, como debe ser considerado cada ser humano». Guiada sin duda por la divina providencia, la dottora Scaraffia anticipa que casos como este podrían conducirnos a aceptar la práctica de la sección embrionaria para «objetivos menos nobles que la salud de un hijo, hasta llegar a la elección del sexo y cualidades físicas e intelectuales». ¿Responde su posición al magisterio de la Iglesia? Quizá se le acerque más que cuando hace poco puso en duda que la muerte cerebral fuera un buen criterio para dictaminar el fin de la vida.
Italia es pintoresca más allá de Silvio Berlusconi: su legislación ni siquiera acepta a las parejas de hecho. Y es que allí no sólo está prohibida la diagnosis genética de los embriones, que tampoco se acepta en Alemania, sino la fecundación artificial con semen u óvulos ajenos a la pareja que quiera tener un hijo por dicho procedimiento. En España, por fortuna, Javier no es un forajido, ya que la Ley de Reproducción Asistida de 2006 permitió la búsqueda de compatibilidad genética en embriones y él es su primer logro. De hecho, sus padres fueron los primeros que lograron autorización para obtener el Diagnóstico Genético Preimplantatorio (PGD), que analiza los preembriones obtenidos con fecundación in vitro y selecciona los que están libres de enfermedades hereditarias.
El artículo del Observatore había venido precedido de unas palabras del Papa Benedicto XVI que asegura que la ciencia no está capacitada para establecer principios éticos sino para aceptarlos, ya que «los beneficios fáciles y la arrogancia de sustituir al Creador pueden poner en peligro a la humanidad». Y al día siguiente de su publicación, la Secretaría General de la Conferencia Episcopal, de la que es titular el obispo auxiliar de Madrid, Juan Antonio Martínez Camino, insistía en que «el nacimiento de una persona humana ha venido acompañada de la destrucción de otras, sus propios hermanos, a los que se les ha privado del derecho fundamental a la vida». Así, basan tal criterio en que «los hermanos a los que se les ha privado del derecho a nacer han sido desechados por no ser útiles desde la perspectiva técnica, violando así su dignidad y el respeto absoluto que toda persona merece en sí misma, al margen de cualquier consideración utilitarista». Al menos, en este caso, añade la coletilla de que «con estas aclaraciones no se juzga la conciencia ni las intenciones de nadie. Se trata de recordar los principios éticos objetivos que tutelan la dignidad de todo ser humano». Vamos, que los padres de Javier podrán respirar tranquilos. Aunque no les llegue la camisa al cuerpo hasta que dentro de dos meses se practique el trasplante de médula al hermano mayor, con un 70 a un 90 por ciento de posibilidades de éxito, al menos a priori. Mientras se preguntarán perplejos por qué algunos de esos supuestos defensores de la ética humillan a su bebé llamándole «niño medicamento».
Que hubieran recurrido a bancos de sangre del cordón umbilical, tercia el director del Instituto de Ciencias de la Vida de la Universidad Católica de Valencia (UCV), Justo Aznar, que fuera jefe del Departamento de Biopatología Clínica de la Fe y presidente de Provida en Valencia, quien recuerda que en el caso de Sevilla se han usado 16 embriones para salvar uno. ¿Podrían haber recurrido a los bancos? Lo dudo. Tampoco de entre los 18 millones de donantes de médula ósea posibles para Andrés no había ninguno que fuera compatible. Al menos las palabras de Aznar han sido más cautelosas que las de Manuel Cruz, director de la Fundación Vida de Andalucía, quien consideró esta práctica como «denigrante para la dignidad del ser humano, al haber sido seleccionado como ganado».
La operación llevada a cabo en el hospital Virgen del Rocío de Sevilla habría sido posible en la mayor parte de los países europeos e incluso en Estados Unidos, a pesar de la polémica que siguen suscitando allí la investigación sobre células madre: a escala mundial otros veinte niños como Javier han nacido ya para intentar salvar la vida de sus hermanos enfermos. Al menos, Marcelo Palacios, presidente de la Sociedad Internacional de Bioética, considera en cambio que «lo ético, en este caso, es no darle consideración del problema ético», y que se debe reconocer «el derecho a la no injerencia en los asuntos de la familia», otros especialistas han llegado a aventurar futuros problemas psicológicos para el recién nacido. ¿Sería lícito que, para evitarlos, se dejase morir y sufrir a su hermano?
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