Pascualito era el niño bien del barrio. No digo niño pijo porque entonces no conocíamos esa palabra. Pascualito era educado, con la raya perfecta a un lado de la cabeza, la medalla de oro al cuello, esa elegancia que no se aprende más que viendo cómo se trata al servicio.
Pascualito era el niño bien del barrio y condescendía a jugar con nosotros, los niños de las alpargatas y el pelo desordenado, los de las dos velas de moco, los de los parches en las rodilleras y los zapatos gorila eternos cuando llegaba el invierno.
Pacualito era simpático. O se hacía el simpático: costaba trabajo saber si era sincero o si fingía. Era educado y cortés, respetuoso siempre.
Nos dejaba jugar con su balón de reglamento.
Todos los días. Bueno, casi. Había días en que se mostraba algo farruco, que marcaba el territorio y dejaba claro que con su balón jugaba quien él quería. Y quien él no quería, así de claro, se quedaba sin partido. Convenía no estar a mal con Pascualito nunca.
Así nos fue la infancia, con rodilleras encima de las rodilleras, despeinados cada vez más, jugando al fútbol con un balón de reglamento prestado.
Un día Pascualito nos dijo, cariacontecido, que se acabaron los partidos. Que su balón de reglamento se había pinchado. Que no tenía otro.
Compungidos, nos reunimos en el patio de mi casa todos los niños pobres del barrio. Y entonces decidimos hacer una colecta y, entre todos, compramos un balón de reglamento nuevo. Casi igual que el que tenía Pascualito.
Y todo volvió a ser como antes, más o menos. Nosotros volvimos a tener un balón con el que jugar de prestado, y Pascualito siguió siendo el niño bien y generoso del barrio que a veces, cuando no se ponía farruco, nos dejaba compartir su fortuna de dos balones repetidos.
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