Él me busca. Me viene rondando desde hace años, pero insiste con fuerza en los últimos meses. Me tira de las orejas, pero no se burla. Insiste con el descaro de quien sabe que tarde o temprano hablará por mis dedos. Veo sus ojos encendidos, el ceño altanero, la curva fría y satisfecha de su boca.
Está ahí y sé que sabe que podré darle largas mientras sea posible, pero que después ya no habrá vuelta atrás. Lo siento cada vez más cerca. Ya veo su pose, sus pasos, el rictus de sus cejas endiabladas. Ya voy sabiendo, lo escucho, cómo habla.
Se apodera de mi mente en momentos de descuido. Y no me sugiere: simplemente, habla. Ayer supe de su madre, de sus hermanos muertos, de su hermana monja, de los negocios del padre, del peso de la tradición de su apellido que él habría de llevar a los más hondo para elevarlo al mismo tiempo a lo más alto. Hace unos días, supe de su primer encuentro con la muerte, cara a cara, las reflexiones al ver un cuerpo ahogado al que le habían robado el futuro y, sobre todo, la belleza. Unos meses atrás me contó su iniciación al pecado, la carga atroz de su noche de bodas, el dolor de la traición, la pérdida triple, en apenas unas horas, del honor que ya no recuperó nunca.
Él me habla y, si no lo detengo, si no entretengo mi mente en otras cosas, sé que se apoderaría del tiempo que ahora no tengo para revivir a través de mí la vida que sé que tengo que darle más temprano que tarde. Oigo la música de sus palabras, comprendo la vileza y la hidalgía de sus acciones más vergonzantes, y aunque no conozco aún cómo saldrá de las mil caídas que le esperan en ese pasado suyo que todavía es, para mí, futuro, oigo cada vez más la risa satánica, la ironía de sus palabras, el desprecio hacia la muerte y su amor desmesurado, insobornable, hacia la vida.
Viene. Oigo los bufidos de su caballo, las maldiciones de hombres y los suspiros de hembras que va dejando a su estela. Viene. Oigo el crujir de sus pasos, el tintineo metálico de su espada, la voz ronca de vino y de tinta. Viene. Lo siento arañar ahí dentro, con la insistencia justa, sin exagerar su ansia, porque sabe que acabará venciendo, como venció siempre, y porque sabe que su último criado, por el momento, seré yo.
No tengo idea de cuánto sucumbiré del todo. A él, seguro de sí mismo, tampoco le importa.
Silencio ahora. De nuevo me habla.
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