Era el más guapo de una generación de guapos, y posiblemente el mejor actor de una generación de buenos actores, los que asomaron al Hollywood de la posguerra mundial y lograron hacerse un hueco y hasta sobrevivir a la televisión y a la propia debacle que, en los años sesenta, Hollywood abriría en su concepto de héroe. Era, tal vez, de todos ellos, el más humano, el más alocado, el que mejor sabía triunfar y el que mejor sabía perder, unos ojos celestes imposibles que, ironías de la vida, no podían captar el celeste imposible que tenían, una mirada pícara de niño bien judío y convencido de que siempre iba a caer de pie en la vida.
Le debemos comprender que la rebeldía casa bien con la leyenda, y que el fracaso puede muy bien teñirse de victoria si hay un poeta amigo que cante para los demás que jamás te mataron a tiros en un granero perdido. Le debemos una versión detectivesca del mejor hijo de Philip Marlowe a la que hubo que cambiar inexplicamente el nombre (Harper por Lew Archer), y aquel indio blanco que nunca quiso meterse en líos pero se consideraba, por encima de todo, un hombre. No temió medirse al guapo más guapo que le sucedió y salir indemne de las dos comparaciones, aunque tuvieran que cambiarse los papeles y convertirse él en Butch Cassidy y dejar para Redford el papel del Sundance Kid que le habían hecho, en teoría, a su medida.
Lo vimos meditabundo y no del todo homosexual enfrentado a la gata de zinc caliente que era Liz Taylor. Y, aunque él odiaba esa película, fue un escultor griego de un peplum que encandiló al niño que yo fui cuando lo vi por primera vez en la tele. Se peleó con Hitchcock, pero ya sabemos que Hitchcock era un poco imbécil, aunque ya antes se vengó haciendo la mejor pelícla de Hitchcock sin Hitchcock que pudiera hacerse, no importa que costara trabajo creérselo como escritor, y mucho menos como escritor ganador de un Nobel.
Le gustaban las carreras de coches y se le murió un hijo de sobredosis. Al amor de su vida le dedicó una película extraña y una de esas frases que pasarán a la posteridad "¿Quién sale a comer una hamburguesa teniendo filete en casa?". Fue Billy the Kid, Rocky Graziano, el eterno Luke el indomable, el dulce pájaro de juventud que sin duda encadiló a Tenesse Williams, fue el juez Roy Bean y Buffalo Bill Cody, el buscavidas pendenciero que luego se convirtió en mentor de otro reflejo suyo frente al tapete de billar. No quiso ser Ben-Hur. Arrastró siempre la leyenda de que jamás ganaría un Oscar, y cuando se lo dieron honorario, como diciendo, para que no nos acusen de ciegos y sordos, tuvieron que dárselo de verdad al año siguiente.
Patentó salsas para ensaladas y daba los beneficios para obras benéficas. Es famoso el rifirafe que tuvo con Charlton Heston por sus ideas conservadoras y el mundo del cómic le debe la revisión de Green Lantern y, más recientemente, el personaje del Doctor Manhattan.
Fue uno de esos grandes actores que parecía un amigo del barrio, un aristócrata de la calle. Un paisano.
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