Estos días de septiembre se caracterizan por el calor pegajoso, porque los políticos han recargado baterías y vuelven a la gresca (“Yo digo no porque tú dices sí, y diría sí si tú dijeras no”, parece ser la norma impuesta) y por la enorme cantidad de tonterías que inundan los kioscos de prensas y revistas. La fasciculitis de hace unas décadas, donde todos compramos “Fauna” aunque nadie llegó a leerla, se multiplica con todas esas chorradas que usted y yo vemos en la tele hasta que aparezca la publicidad de las compras navideñas (mismamente, pasado mañana) y que ahogarán los espacios al paso de librerías y puestos de la cosa con sus enormes cartones y sus ofertas de números uno baratísimos que enmascaran que el clavazo no vendrá en el número dos, sino a partir del tercero y hasta del cuarto.
Suponiendo, claro, que alguien compre a partir del cuarto. Suponiendo que el cuarto ejemplar de los muñecos de Batman, los mueblecitos art-deco o los aviones de la primera guerra mundial lleguen a salir al mercado alguna vez. Porque lo que es yo no los he visto nunca. Tampoco es que vaya precisamente buscándolos, pero da la impresión de que ese enorme bombardeo mediático de estos días luego, sencillamente, desaparece. Hasta más ver. O, más exactamente, hasta septiembre que viene, cuando se volverá a relanzar lo mismo, a ver si pica de nuevo alguien y las empresas editoras (o lo que sean, porque no “editan” sensu stricto) vuelven a hacer caja a costa de los sobrantes.
Personalmente, llamo a esto “el efecto Mirinda”. ¿Recuerdan ustedes cuando eran niños? A la guerra eterna entre Coca-Cola y Pepsi se le unía la guerra menos cruenta entre Fanta y Mirinda. Lo mismo que preferíamos la primera bebida de cola, a los chiquillos nos encandilaba la segunda de naranja. Pero, por misterios insondables del comercio humano y las grandes empresas, la Mirinda desapareció un día de nuestros mercados. Me dicen que todavía se puede encontrar algún botellín en Canarias, y una vez pedí que me sirvieran una en Francia, aunque por desgracia no me supo a magdalenas proustianas y no pude recuperar ese sabor perdido de la infancia. Cómo una compañía multinacional podía hacer desaparecer sin más una marca registrada es algo que escapa a mis entendederas de consumidor enganchado y responsable.
Porque me lo vuelven a hacer una y otra vez, oigan. Hace unos pocos años, salió al mercado una bebida de naranja (y no es que lo mío con las naranjas sea algo patológico, palabrita), que no tenía gas y sabía aceptablemente a naranja de verdad. A los pocos meses, quizá por evitar la competencia, cambió de nombre. Luego desapareció de todas partes. Me enganché a una mantequilla riquísima que tenía una pizquita sabrosa de yogurt, cuidaba el colesterol y no repetía, pero un día dejó de ocupar los estantes de los supermercados y al final hemos tenido que volver en casa al Tulipán de toda la vida y la mantequilla Arias.
Lo mismo con el pan integral estilo inglés de la marca más popular de todas, que dicen que no engorda y vale un potosí, y que deben venir importados de Malasia o de Siberia, porque aparece de tanto en tanto en mi supersol, o será que tenemos al barrio entero esperando al acecho a que llegue el repartidor con un cargamento nuevo. Hacerse con un paquete es tan difícil como encontrar ya en ninguna parte mi whisky de malta favorito: ni en Gibraltar lo hay, aunque aún existe. El refresco estimulante al que me aficioné a principios de verano ha pasado a mejor vida, según entiendo, a pesar de que es la tercera marca mundial en este tipo de cosas. La marca de camisas y pantalones con las que más cómodo me siento ya no las encuentro por ninguna parte, y es dudoso que ya no existan, andando como anda el señor Cardin forrado.
Y andando como andan todos forrados a nuestra costa. Misterios del capitalismo salvaje: te ponen la zanahoria delante de la cara, tú picas, y cuando más a gusto estás comiéndotela, no te vuelven a dar más zanahorias. Lo malo es que tampoco te dan otra hortaliza que haga el avío. Uno no sabe nunca si es que juegan con nosotros o si son unos manazas que se tiran al pilón antes de hacer estudios de mercado y luego nos dejan colgados. Como nos dejan colgados los editores de fascículos. Como dejaron colgado al niño que yo era los del refresco Mirinda.
Publicado en La Voz de Cádiz el 22-09-2008
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