Yo soy como la tierra seca, como el paisaje roto, como el planeta entero. Hay quienes dicen que hubo un tiempo en que todo fue distinto, que los cielos lucían azul claro y los campos resplandecían de fuego verde y las montañas eran hermosas, la lluvia una bendición suave y el sol un disco de oro capaz de ofrecer calor sin conllevar amenazas ni remordimientos. Nunca he conocido nada así. Es por eso por lo que me resulta tan difícil imaginar que la vida pudiera ser diferente de lo que ahora es: una sombra gris, estéril, árida y yerma, un manojo inconexo de recuerdos y de azares, un murmullo terrible de temores y de angustias cada noche.
El resto de las mujeres de mi clan se encuentran en la misma situación. Es el nuestro un goteo muy lento hacia el derrumbe, hacia el ocaso, hacia la muerte. Nosotros y la especie que nuestro presente desarrolla estamos condenados a la aniquilación, al fracaso, porque en el futuro no quedará nadie para contar que las hembras del pueblo de Rask ya no dan vida y los hijos que crean en sus entrañas nacen mutados y deformes. Hace dos años yo también di a luz un niño muerto, un niño monstruoso que no me dejaron ver; desde entonces, mis ojos desconocen lo que significa la luz de una sonrisa.
El último parto de la primavera supuso una nueva esperanza y también el póstumo desengaño. Guma, el médico errante que un día decidió quedarse entre nosotros, atendía en la choza de los nacimientos a la mujer que iba a ser madre, que esperaba ser madre por primera vez, la mujer que personificaba nuestros deseos, la esperanza de toda subsistencia. Fue una operación larga y difícil, y el alba nos sorprendió aguardando el resultado de la prueba.
Guma abrió la puerta de la choza y se asomó escasamente en el umbral. Rask, el maridó a quien me debo, aquel señor a quien sirvo, al jefe de toda la aldea, se separó del resto de los hombres y entró solo en la tienda. No se demoró mucho allí. Al salir, sus ojos revelaban la respuesta.
—Es igual que los demás. Es otro monstruo —dijo con su voz blanca y potente; miraba el cielo por no mirar los rostros de la gente, por no encarar el grito de quien esperaba ser padre—. Queda claro que no hay ninguna esperanza para nuestro pueblo. Debemos reunimos en el consejo y buscar una solución.
Derrotados una ver más, todos cuantos esperábamos el resultado nos dispersamos Lentamente de la plaza. Rask suspiró con fuerza y emprendió el regreso a nuestra casa. Yo le seguí. El volvió la mirada hacia mí y me ofreció una sonrisa cansada.
Sentados alrededor del fuego, bajo la única luz de las estrellas, los hombres se reunieron esa noche en un parlamento. Sus caras eran lúgubres y aparecían rojas y sombrías por el reflejo de las llamas, y aunque no hacía frío se acurrucaban unos contra otros corno ancianos sin fuerzas, casi temblando. En un rincón apartado donde incluso se hacía difícil poder escuchar, las mujeres, origen de todo el problema, ahogadas por una culpa de la que éramos involuntariamente responsables, esperábamos silenciosas sus decisiones.
—Es el futuro lo que nos jugamos esta noche, hermanos —dijo mi esposo Rask tras levantarse. Lo noté sereno y melancólico, y comprendí mejor que nadie lo difícil que se le hacía escoger las palabras. Un silencio de muerte acogió su discurso, únicamente interrumpido por el crujido de las ramas que ardían en el fuego—. Todos conocemos el problema, porque todos hemos sufrido por culpa de él. Sería inútil por mi parte tratar de resumirlo, o quitarle importancia. Sin hijos, nuestro pueblo no resistirá otros cinco inviernos. Sin hijos; no podremos sobrevivir a la mancha de la vejez. Nuestros huesos «eran polvo para el olvido. Los campos que hemos logrado recuperar se secarán de nuevo, las armas que hemos forjado se llenarán de óxido. Y lo que es más grave: nuestra especie se perderá, habremos sobrevivido al Día del Gran Resplandor únicamente para irnos apagando poco a poco. Así pues, tenemos que encontrar una solución que nos libre de este maleficio que nos aqueja. Yo no entiendo los designios de los dioses, ni comprendo por qué nuestras mujeres sólo engendran criaturas horrendas que ni siquiera son capaces de vivir por sí mismas una docena de horas, lo cual tal vez es una suerte. Pero Guma es viejo y sabio y tal vez conozca las respuestas que ignoro yo. Ha leído libros. Ha viajado mucho. Que hable Guma antes que el consejo decida.
Mientras Rask se sentaba, el anciano de los ojos de plata se incorporó muy despacio, renqueante. Tardó unos minutos en alzar la voz. Recordé de él sus manos cálidas, su manera de comunicarme ánimos, la delicadeza de sus movimientos durante mi parto.
—Ha hablado Rask y ha hablado bien. La verdad es simple y dolorosa de reconocer, hermanos míos. La devastación que trajo el Gran Resplandor todavía deja sus secuelas entre nosotros, lo mismo que abre surcos en la tierra y hace caer lluvia ácida y pestilente. Rask ha dicho que he viajado mucho. Eso es cierto. He recorrido casi todo el continente en mi trayecto de este a oeste, y para la vida que pugna por continuar es duro en todos los sitios. Pero el problema que nos afecta es también nuevo para mí. Sin duda los fuegos de quienes propiciaron la destrucción, las luces que brillaron y aniquilaron a los padres de nuestros padres aún no se han apagado dentro de nosotros. Ésa debe ser la razón de que vuestras mujeres os den hijos enfermos. La plaga ha vuelto a reproducirse en alguno de los componentes de su naturaleza, transformado a los hijos que tendrían que ser sanos en abortos privados de naturaleza humana. La luz que quema, la misma luz que destruyó hace cien años el ojo blanco de la diosa que los antiguos llamaron Luna, ha afectado durante todo este tiempo a las mujeres de vuestra raza, ha alterado un diminuto cromosoma que hace imposible la reproducción de nuestra especie. Ya os he dicho que era muy simple. Con vuestras mujeres manchadas de muerte, el pueblo de Rask irá languideciendo poco a poco hasta no ser ni siquiera un recuerdo en las historias de los otros hombres. ¿Me pedís una solución? Desgraciadamente, no poseo ninguna. Sabéis que de ser así ya la habría puesto en práctica hace tiempo, cuando las hembras de vuestra joven generación empezaron a parir esos engendros. No conozco la manera de aliviar este extraño mal, y aunque lo supiera, dudo que contara con instrumental para poner mi remedio en práctica. Las palabras de nuestro jefe Rask han dicho ya verdad es que todos conocemos, y cuanto yo puedo esperar es que de este consejo salga la solución que sirva para vencer el problema.
Otro hombre se puso en pie y habló a continuación. Aunque luché por hacerlo, no logré identificar su personalidad. Sus palabras fluyeron muy despacio en el entorno oscuro.
—Entonces... ¿todo se debe a que nuestras mujeres están contaminadas? ¿Es ésta la causa de nuestro sufrimiento?
—Me temo que así sea —certificó Guma en un susurro.
—Vengo del poblado más allá de la montaña —dijo entonces Hatti, el explorador. La primavera pasada él también había sido padre de un horrible monstruo doble; su mujer tuvo la fortuna de morir durante el parto—. He estado espiando sus costumbres y puedo deciros que allí las mujeres son sanas y alumbran hijos normales, sin ninguna sombra de deformidad.
Su mensaje tuvo el efecto de una lengua de fuego que hubiera recorrido uno a uno a todos los presentes. En el grupo en el que nos acurrucábamos las mujeres, alguien gimió.
—¿Estás seguro de lo que dices, Hatti? —escuché decir a Rask. Un terrible temblor me había nacido entre las piernas.
—Lo estoy, mi jefe. Pude oír los juegos y las risas de los niños desde mi escondrijo. Vi cómo las mujeres daban de mamar a los recién nacidos de esta temporada y cómo los hombres viven felices porque desconocen la agonía del problema que a nosotros nos preocupa.
—¡Entonces vayamos al pueblo de la montaña y apoderémonos de sus esposas! —gritó una voz surgida de la oscuridad, y al instante un murmullo, casi un rugido, recorrió el consejo reunido en torno al fuego—. ¡Si sus mujeres son sanas, tomémoslas para nosotros! ¡Si ellas pueden ofrecernos hijos que aseguren nuestra especie y velen por nuestra subsistencia en el futuro, es allí donde debemos encontrar nuevas esposas!
—¡Es verdad! ¡Es verdad! —dijo otra voz—. Si alguien tiene que perecer, que sean los hombres de la otra tribu. ¡Que mueran ellos para que nosotros podamos sobrevivir! ¡Guerra!
—¡A la montaña! ¡A la montaña! ¡Guerra! Inflamados por la nueva perspectiva, el griterío de los hombres creció hasta hacerse un aullido ininteligible, un clamor lleno de odio. Me retiré entonces muy despacio de mi lugar de observación y regresé a mi casa. La noche se cerró por completo cuando todavía ellos discutían sus últimos planes de matanza.
Rask regresó muy tarde. Advertí que en sus ojos brillaban una nueva ilusión y una antigua pena. Me miró con dulzura, con pasión, casi con lástima.
—Nyru... —susurró, y durante mucho tiempo no estuvo en condiciones de articular más palabras. Después, sollozando, me contó lo que los hombres habían decidido, y cómo habrían de partir al día siguiente en busca de nuevas esposas capaces de engendrar hijos sanos, y juró que pasara lo que pasara él me querría siempre. Por consolarlo, le tranquilicé diciéndole que hacía lo justo, que era el acto más razonable vista nuestra desgracia. Aquella noche, el amor me supo amargo de alcohol y de lágrimas.
Partimos en grupo de guerra al amanecer. Rask iba al frente, hermoso como un dios antiguo, cubierto su pelo dorado por un casco de hierro. Con espadas y con lanzas, haciendo crujir mucho los petos y arrastrando los pies, los hombres de la tribu caminaban al encuentro de su renacida esperanza. Cinco mujeres marchamos con ellos, cumpliendo una misión que, en otros tiempos sin duda más felices, hubieran debido realizar nuestros niños: auxiliar de su carga a los guerreros, cuidar sus heridas, rematar a los enemigos caídos y despojarlos más tarde de todos los arreos que pudieran sernos útiles. A la guerra nos dirigimos: Mi esposo Rask, los hombres de la tribu, el amargo recuerdo del pasado y la promesa gozosa de un mañana.
El camino se abría ante nosotros amenazador y cambiante. Avanzamos lentamente sobre un desierto calcinado, por debajo de un sol cuyos lamidos nos levantaban ampollas en la piel, y fuimos acercándonos hasta rodear las ruinas de lo que alguna vez en otro tiempo había sido una gran ciudad de los antiguos, pero no nos atrevimos a internarnos en ella. Esto duró nueve días. Al décimo, en la falda de la montaña, descubrimos la aldea que era nuestro objetivo.
Los hombres, más avezados en las leyes de la guerra, esperaron hasta el amanecer del día siguiente antes de cargar contra la desprotegida empalizada de junco que circundaba el grupo de casas. Nunca hasta entonces había visto yo de cerca una incursión guerrera, y me sorprendió el aspecto salvaje que ofrecían nuestros esposos cubiertos por las pinturas de guerra y las máscaras del ritual, pero nada dije. Aguardé detrás de las rocas, junto con las otras cuatro mujeres, y no descendimos para rematar a los moribundos hasta un largo rato después, cuando ya la mitad de las cabañas estaban ardiendo y los gemidos de dolor habían reemplazado al griterío con que los habitantes
habían sido despertados de su sueño.
Un grupo de hombres, con Rask al frente, rodeaban en un cinturón de cuero, sudor y hierro al último reducto de vida que quedaba en la aldea, lo único que sus espadas habían respetado: las mujeres. Me acerqué sigilosamente y las observé una por una con envidia, con celos. Eran hermosas, y muy altas, y muy rubias. Contemplaban a los hombres con ojos distantes, calibrando como halcones la situación, pero no había dolor en ellas, ni pena, ni miedo. Eran tres docenas de mujeres plenamente conscientes de su importancia, de su precio. La más hermosa, la más alta, la más rubia, aquella a quien Rask habría de elegir por esposa, se llamaba Saviana. La miré con ojos de hielo, pero me fue imposible tenerle odio.
—Nada temáis —oí que estaba diciendo Rask, mi señor, mi esposo—. No pretendemos haceros ningún daño. Juramos protegeros de todos los peligros; seremos vuestros maridos amables y gentiles, y os daremos cobijo y alimento y tierras que labrar y también hijos que criar y volver hombres, porque es la ley que permanezcamos unidos ahora que corren malos tiempos.
Aquella era la ceremonia de matrimonio de nuestra tribu, pero nunca hasta entonces me había parecido nada más falso.
La primavera vino nuevamente, y con ella el período de los nacimientos, lo que los hombres habían estado esperando con una ilusión casi infantil y nosotras con envidia y resquemor. Pero no había nada de lo que preocuparse: Los nuevos hijos de nuestros esposos nacieron normales y limpios, sin ninguna marca de deformidad ni ningún signo que pudiera identificarlos como mutantes. Las mujeres traídas de la otra aldea demostraron ser fértiles y se acomodaron sin problemas a su nueva vida, y pudieron caminar gozosas detrás de sus recién adquiridos esposos y dieron en lanzar a un lado y a otro miradas de orgullo que sin embargo no lograban lastimar tanto como la indiferencia y la sequedad con la que nos trataron los hombres, porque había quedado asegurada su descendencia y nos hacían responsables del peso de la maldición.
La vida ha continuado con normalidad en la aldea desde entonces. Los hombres son felices y sueñan con el momento en que puedan adiestrar a sus hijos en la práctica de la caza y de la guerra, si es que no son la misma cosa, y la raza se reproduce normalmente, ignorante ya del problema que supuso nuestra tara. Únicamente nosotras hemos quedado sufriendo, despreciadas por todos, olvidadas de la memoria de los hombres y con un triste destino que guardar: consumirnos lentamente, marchitarnos un día después de otro, condenadas al vacío como la tierra seca, como el planeta entero, como el paisaje roto.
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Categorías: Ciencia ficcion y fantasia