Una nota escueta, escrita a mano, en el gran corcho granate de la sala de profesores, siempre lleno de papeles y hoy, curiosamente, casi vacío. Nos acercamos ya sabiendo lo que significan estas cosas. Una muerte. Un funeral. Una misa de difuntos. Una mala noticia cuando viene así, a solas, por sorpresa.
Es lo que es, lo vemos en seguida. Una antigua alumna, treinta y pocos años, ha muerto. Los apellidos nos suenan, pero pasados los años somos incapaces de ubicar su rostro, como somos incapaces de ubicar su tiempo. ¿Quién era? ¿Cómo era? ¿Qué terrible destino temprano le ha robado la vida?
Al rato nos encontramos recorriendo el pasillo, buscando en las orlas de cursos anteriores. Funcionan para nosotros como memoria del pasado, como recordatorio inmediato de otros momentos que se fueron. Ellos están ahí, perpetuos en sus dieciocho años, tal como los vivimos cuando eran parte de este paisaje. Petrificadas las sonrisas y los peinados, los chistes privados que ya no entiende nadie.
No, no era de este curso. Puede que repitiera algún año. O que no terminara el bachillerato y por eso no está archivada aquí, convertida en una foto de carnet para el recuerdo.
Cuando por fin la encontramos, deduciendo a partir de la edad, vemos que es el nombre propio lo que no coincide. Debe de haber sido un error de la tarjeta. Es, curiosamente, el rostro que yo había recordado. Y poco más que ese rostro. No me acuerdo ya de quién era, de cómo era, ni conozco qué terrible destino temprano la ha embestido.
Pero un día estuvo aquí. Fue una de los nuestros. Recorrió estos pasillos, ocupó estas aulas, lloró y rió con exámenes y suspensos. Y durante unos minutos, ahora que su recuerdo ha vuelto, nos ha llenado de una tristeza inexplicable, de un suspiro de dolor pasajero, por su tiempo perdido, por nuestro tiempo ya muerto.
Comentarios (20)
Categorías: Reflexiones