Dentro de la enorme gama de subgéneros que la ciencia ficción ofrece, sin duda uno de los más atractivos, apetecibles y difíciles es aquel que trata de los viajes en el tiempo. En la vertiente cinematográfica del género, nos encontramos con joyas memorables como El tiempo en sus Manos, la adaptación poética y naif que George Pal hiciera de La máquina del Tiempo de H.G. Wells, donde Rod Taylor interpreta al propio escritor en su lucha contra los morlocks del futuro y donde al menos una escena (cómo el paso del tiempo se recrea en los distintos trajes que luce el maniquí situado frente a la máquina del protagonista), quedará ya para la historia; la exitosa trilogía de Robert Zemeckis, Regreso al Futuro, o cómo pasar revista a lo que hicieron tus padres antes de que el tiempo te la pase a ti, y esa pequeña joya de culto, casi desconocida entre nosotros, que es Somewhere in Time, brevemente traducida para algún esporádico pase televisivo como En Algún Lugar del Tiempo.
Basada en una novela de Richard Matheson, Bid Time Return, y con guión del propio novelista, quien hace una pequeña intervención como el "hombre sorprendido" que abre la puerta del lavabo donde Christopher Reeve se afeita antes de su cita galante, Somewhere in Time es una historia de amor y ciencia ficción (que las enciclopedias al uso ignoran, quizá porque el viaje en el tiempo se realiza sin gadjets ni artificios) filmada con acierto y poesía por Jeannot Szwarc en lo que sin duda es el único título interesante de su carrera cinematográfica.
Como se trata de una peli que ya tiene casi veinte años y además es bastante difícil de encontrar, no creo que destroce nada si cuento aquí el argumento:
A principios de los años setenta, un joven aspirante a dramaturgo, Richard Collier (Christopher Reeve), estrena en un teatro universitario su primera obra, "Too much spring". Al finalizar, una anciana que ha permanecido entre las últimas filas del público se acerca al joven y, mientras le entrega un reloj de oro de bolsillo, le susurra "Vuelve conmigo". Antes de que nadie tenga tiempo de reaccionar, la anciana se marcha, llega a su casa, se encierra en su habitación y se pone a escuchar un disco mientras contempla por la ventana el faro en el centro de la bahía.
Han pasado ocho años. Richard Collier es un autor de éxito que sufre un bloqueo creativo. Harto de darle vueltas a lo mismo, decide tomarse unas vacaciones. Abandona su Chicago natal y conduce sin rumbo fijo. Al pasar de largo ante un lujoso hotel, se lo piensa dos veces y decide alojarse allí por esa noche.
Un viejísimo botones, Arthur, lo conduce a su habitación. Tras recibir la pertinente propina, se vuelve y le pregunta si no se han visto antes. Richard responde que no.
Mientras hace tiempo para almorzar, Richard visita una especie de museo de recuerdos que el Grand Hotel tiene a gala exhibir. Allí se encuentra con su destino al quedarse prendado de una foto en blanco y negro de una mujer bellísima.
Arthur le informa que se trata de Elise McKenna (Jane Seymour), una actriz que fue muy famosa tiempo atrás y que actuó en el teatro que el hotel tenía... en 1912.
Siguiendo un nuevo impulso, Richard empieza a investigar la vida de la hermosa actriz que le roba, literalmente, el sueño. Y su sorpresa se multiplica cuando, en una revista apolillada de la biblioteca local, descubre que la joven de la foto y la misteriosa anciana que le entregó el reloj ocho años antes son la misma persona.
Richard continúa con su investigación y visita la casa de la anciana. Allí, su criada se niega a dejarle pasar. "Es por algo muy personal", insiste el joven. "Ella me dio esto", dice mostrándole el reloj. La criada se queda muy sorprendida porque la anciana jamás se separaba del reloj, que era su posesión más querida... y que desapareció la noche en que ella murió.
Richard entra en la casa y se va enterando de algunos detalles sobre la mujer misteriosa: cómo fue una persona triste y solitaria en sus últimos años de vida, qué extraña relación la unía con su manager, W.F. Robinson, cómo de joven era alegre y vital y algo que le sucedió hacia 1912 la cambió para siempre. Otros dos detalles aumentan el misterio: Entre los libros de la anciana muerta, Richard encuentra un ensayo escrito por uno de sus profesores universitarios. "Ella lo leía una y otra vez", informa la criada. El título del libro es "Travels through time", viajes a través del tiempo.
El segundo detalle lo encuentra en una maqueta del Grand Hotel que la actriz hizo construir. Al levantar el tejado, se convierte en una caja de música que entona la "Rapsodia sobre un tema de Paganini" de Rachmaninoff. "Es mi música favorita", murmura un cada vez más sorprendido Richard.
La visita a su antiguo profesor es obligada. Richard le pregunta a bocajarro: "¿Es posible viajar en el tiempo?". "Buena pregunta", responde el profesor, y a continuación le relata una experiencia que tuvo en un antiquísimo hotel veneciano en 1972. Rodeado de cosas antiguas, casi respirando el pasado, el profesor trató de autohipnotizarse, de convencerse de que estaba en 1592, una y otra vez, hasta que durante un brevísimo instante apareció allí. La transición fue demasiado agotadora, demasiado dolorosa, y regresó al presente, sin intención de intentarlo de nuevo. "Para viajar en el tiempo, yo me disociaría por completo de todas las cosas del presente que me rodean".
Dicho y hecho, Richard se manda hacer un traje a la moda de 1912, compra monedas antiguas, esconde todos los cuadros de la habitación, graba una cinta donde se repite una y otra vez que está en 1912 y va a conocer a Elise McKenna... y se dispone a viajar en el tiempo, sin máquina de engranajes, drogas psicotrónicas o coches deportivos.
No es tan fácil, claro. Agotado, casi dándose por vencido, vuelve al salón de los recuerdos y advierte un libro de registro del hotel. Una nueva visita a Arthur lo encamina hacia un viejo desván donde están almacenados todos. Localiza el de 1912. Y allí encuentra el momento en que Elise McKenna y W.F. Robinson se registraron. Instantes de tensión. Richard pasa la página... y descubre su propio nombre, escrito de su puño y letra, y la habitación 417 y la hora, 9.18, en que formalizó su primera (¿su segunda?) llegada al hotel.
Convencido entonces de que estuvo allí, Richard vuelve a su habitación, comprende que la presencia del casette es lo que le ha estado frenando, lo esconde, se concentra, duerme... y despierta en 1912.
Ni que decir tiene que conoce a Elise, que entre los dos surge esa extraña química animal llamada amor, y que en su camino se interpondrá el Pigmalión-papá Edípico en forma de manager de la actriz, el mencionado W.F. Robinson (interpretado por Christopher Plummer), quien no ve en absoluto con buenos ojos que un guaperas de metro noventa venga a robarle a su estrella en su momento de mayor apogeo. Robinson es un hombre envuelto en el misterio que ya había advertido a Elise (a quien, por cierto, siempre llama por su apellido) que un día vendría un hombre que cambiaría su vida para siempre. "Recuerda: siempre por delante de ellos. Mantén el misterio. Exceso dentro del control", será su lema.
Robinson hará lo indecible por impedir que la pareja se encuentre, obviamente sin conseguir nada. "Lo sé todo sobre usted", acusará a Richard. "Ha venido a hacerla desgraciada".
Y no se equivoca. Tras conseguir burlar al celoso manager, la pareja se ama por fin en una escena filmada con un tacto casi años treinta, y a la mañana siguiente, mientras bromean sobre el traje de Richard, este se lleva la mano al bolsillo, saca una moneda de un centavo, la mira...
Y se transporta directamente al presente. El contacto con el residuo de su propio tiempo, que se había escamoteado en su bolsillo, lo hace regresar, para desazón de espectadores y alguna lágrima furtiva de los más sensibles.
Al final, un abatididísimo Richard trata por todos los medios de regresar a 1912, de volver con Elise, pero será en vano, y morirá catatónico ante la ventana del hotel, contemplando el mismo punto que ella contempló desde la otra parte de la bahía, el faro donde la conversación entre ambos degeneró en la historia de amor más imposible de todos los tiempos.
Un pequeño epílogo, mientras la habitación se inunda de luz blanquísima, muestra cómo los dos amantes se reúnen en la muerte y, cogiditos de la mano, se pierden en el infinito...
De los noventa y nueve minutos de película, más de la mitad se basan en la acumulación de misterios: la entrega del reloj, el paulatino descubrimiento de la personalidad de la anciana, cómo el dramaturgo certifica su estancia en el pasado a partir de su firma. Este misterio se acentúa aún más, si cabe, cuando los dos futuros enamorados se encuentran por primera vez y Elise susurra al ver a Richard un desconcertante "¿Eres tú?" que más tarde se explica gracias a las advertencias de Robinson y su supuesta "clarividencia". Es Robinson quizá el personaje más atractivo de la historia, vestido alternativamente de negro y blanco, el posesivo y engreído "dueño" de Elise que se niega a entregarla a un destino que parece conocer. Personalmente, aunque en la novela (que no he leído aún) no se apunta nada al respecto, me gusta imaginar que Robinson es también otro viajero del tiempo que ha viajado a 1903 para conocer a una actriz a la que hará famosa. Igual que Richard, también él lucha por impedir que el destino se cumpla, y como a Richard le espera la derrota. A este respecto la expresión de desconcierto y vacío de Christopher Plummer cuando, después de haber eliminado taxativamente la presencia molesta de Christopher Reeve en la vida de su actriz, comprueba que la ha perdido para siempre, habla mejor que muchas palabras, y de inmediato veremos cómo se pierde entre las bambalinas del escenario.
La película conjuga además esos elementos misteriosos ya citados con ingredientes humorísticos que ponen un agradable contrapunto a la tragedia que se avecina: Richard habla con expresiones que los contemporáneos de 1912 a veces no comprenden; tras ponerse al borde del colapso, cuando por fin aparece en el pasado lo hace en una habitación con una dama en paños menores y un marido que llama a la puerta; todos le dan con la puerta en la cara; su traje, mandado hacer con toda su ilusión, es anticuado y fuera de lugar, "al menos quince años".
Es interesante constatar cómo en los primeros momentos de su estancia en 1912 nadie parece reparar en su presencia, y evitan contestarle, o lo ignoran, o parecen a punto de chocar con él con puertas, ventanas, cajones... como si no lo vieran o no estuviera allí (quizá porque, en realidad, no debía estarlo). El único que repara en él directamente es Robinson.
La película acumula pinceladas poéticas sencillas pero de asombrosa efectividad: el encuentro entre Richard y el retrato se produce cuando el joven queda, literalmente, deslumbrado por la dama. El primer encuentro real entre ambos tiene lugar ante dos árboles gemelos que, al regresar a 1979, veremos separados, marchitos y muertos. La escena de amor se cierra con una púdica puerta en la cara del espectador, y luego una vela se apaga dando intimidad a los dos amantes. La foto de Elise y su enigmática sonrisa se producen justo cuando Richard se asoma a verla, de ahí que en 1978 él quede prendado de la imagen, puesto que mirada y sonrisa le iban dirigidas.
La fotografía es clara y luminosa, sin llegar a preciosismos que podrían haber estropeado la limpieza de exposición de la historia. Son particularmente bellas las escenas del paseo por el prado y la bahía, claro recordatorio del impresionismo pictórico, y su doloroso contraste con ese mismo lugar en la actualidad, donde pasamos de una primavera luminosa a un otoño estéril y lleno de basuras... un otoño y sesenta y tantos años que el protagonista ha consumido en un solo día.
El sólido guión, donde todo encaja (Arthur el portero es el niñito que jugaba en el vestíbulo del hotel en 1912, de ahí la pregunta que le hace a Richard a su llegada en 1979), deja al azar la creación del reloj, pues Richard lo tiene porque Elise se lo entrega, y Elise lo tiene porque Richard desaparece y lo deja en sus manos. Al parecer, la versión novelística es algo diferente y Matheson advirtió el "error" una vez terminado el guión. De cualquier manera, la paradoja es siempre la seña de identidad del viaje en el tiempo, y en este ejemplo concreto la idea de que sea a fin de cuentas un instrumento de medir el tiempo lo que posibilita el viaje en el tiempo refuerza la poesía intrínseca de la historia.
A la innegable apostura de Christopher Reeve y Jane Seymour en la plenitud de su juventud y su belleza hay que sumar la banda sonora, una de las más bellas que recuerdo. El veterano John Barry entrega aquí uno de sus más logrados trabajos, y el tema de Rachmaninov puntúa a la perfección los mejores momentos románticos. Por cierto que en otra película de viajes en el tiempo (más o menos), Groundhog Day, Atrapado en el Tiempo, el insoportable Bill Murray repite todos los días el mismo día de su vida y acaba aprendiendo a tocar esta partitura. No me cabe duda de que se trata de un homenaje a Somewhere in time.
Es posible que ya en 1980, fecha de su estreno, esta fuera ya una película a contratiempo. No hay sexo. Termina "mal". El primer beso entre Chris y Elise remonta a una ternura y una ingenuidad que ya en esa fecha se habían perdido. Al respecto, hay que destacar el magnífico contraste entre la actuación de Chris Reeve, simpático y emprendedor como el aventurero enamorado, y Jane Seymour, que encarna a la perfección la dama de principios de siglo recatada, tímida pero a la vez lanzada.
En España, ya lo apuntaba antes, esta película es casi desconocida. Se estrenó directamente en V.O. con subtítulos, al parecer porque a las distribuidoras no les interesaba potenciar una imagen de Christopher Reeve que chocara con el superhéroe que encarnaba por aquellas mismas fechas con Supermán: en Cádiz, por ejemplo, la pasaron un sólo día, y yo fui uno de los dos únicos espectadores en verla. La versión en video es inencontrable.
En el resto del mundo, es una de esas películas de culto con una legión de seguidores que, por ejemplo, se reúnen todos los años en el Grand Hotel vestidos de época para celebrar el encuentro entre Elise y Richard. En Hong Kong, dicho sea de paso, la película se exhibió ininterrumpidamente durante dieciocho meses en el mismo cine.
Las paradojas de la vida gastan una triste broma al espectador que hoy pueda ver la película, en la escena en que encontramos a Christopher Reeve inmovilizado a los pies de un caballo, o al verlo consumirse hasta la muerte en una silla frente al faro donde los dos enamorados empiezan a dejarse llevar por el destino. Para los buscadores de influencias, señalar que la muy exitosa e inferior Titanic toma abundantes préstamos creativos de esta película.
Para mí esta pequeña joya queda como una de las grandes historias de la ciencia ficción, del amor fou, del cine romántico, o simplemente del cine...
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