Sólo era, todo era la máquina. El compás invisible que ya había roto todas las presas, todas las barreras. El nuevo Moloch renacido, el hambre que devoraba los tiempos. El compás en segundo plano que había ido convirtiéndose en pasos al ritmo. Uno, dos, uno, dos, la máquina y su mecanismo.
Y la paradoja de que esta máquina, otra máquina fuera su válvula de escape. Una serpiente de plata y bronce que lo cobijaba en su seno, ocultándolo en su ruido, parapetándolo, como él mismo había parapetado sus gestos de disgusto detrás del cristal de su monóculo.
Quién le hubiera dicho que un día iba a acabar siendo protagonista de una de sus películas. Visionario sí, hasta cierto punto. Pero no oráculo, no adivino.
Nosotros decidiremos quiénes son judíos. La amenaza implícita de Goebbels, el matarratas dentro del caramelo, había dado por fin resortes a su miedo. Un día antes él era Fritz Lang, el cineasta más reverenciado de Alemania, y ahora no era más que un fugitivo. Pero el asco tiene un límite, la carroza se convierte en calabaza cuando la fiesta ya se agota, y él sabía que si inclinaba la cabeza y aceptaba aquel puesto que el ministro de propaganda del nuevo régimen le había ofrecido, nunca más podría levantarla, igual que tampoco sería capaz de mirarse en el espejo.
Durante demasiado tiempo había caminado en la cuerda floja, distante y divino, complaciendo a unos y a otros y, en el fondo, satisfecho de su arte superior y su inteligencia. Como un bufón trascendido, había denunciado la podredumbre del poderoso y se había alegrado en secreto porque advertía que el poderoso no era capaz de entender su mensaje. Sin embargo, en algún momento, quien aspiraba a ser el poder había abierto los ojos. Lang no quería imaginar que hubiera sido en parte culpa suya, que los mitos redivivos, y las gestas, y el fluir de las masas al tictac de los relojes hubieran inspirado sueños de hierro en hombres de hiedra.
Al principio, en efecto, para él no había sido más que un juego. El director de un solo ojo que veía allá donde nadie más podía ver. Sólo que ahora, cuando la situación había cambiado, quizá la respuesta era que en realidad nadie había querido verlo, y que ya no importaba lo que pudiera deparar el futuro.
El pitido del tren le provocó un escalofrío, como si hubiera sido el silbato de la policía que viniera a detenerlo. Desde que bajó las escalinatas del ministerio tenía la impresión de que cientos de ojos seguían sus pasos, que vigilaban todos y cada uno de sus movimientos, que destacaba en el nuevo orden como una mancha de sangre en un vestido de novia. Escapaba de Mabuse convertido en Peter Lorre.
¿Era esto lo que sus personajes habían sentido? ¿El desasosiego del asesino pederasta perseguido, arrinconado por quienes le habían dado alas y ahora, simplemente, lo repudiaban? Él se había creído capaz de desenmascarar a Mabuse, pero el Mabuse verdadero, como el demente de su película ahora secuestrada, se transmutaba para extender oprobio y odio en su telaraña. Cuando la república se vuelve loca, quienes acaban en la cárcel, o el manicomio o el cementerio son los cuerdos. O en el exilio. Mabuse era un jugador, recordó, y enfrentado a él, Lang había perdido.
El cáncer había corroído la máquina, igual que había buscado corromper su alma.
—Esta película necesita un final distinto –le había dicho, mirándolo a los ojos, el ministro—. Que el criminal se vuelva loco no es castigo. No nos gusta. Debe ser eliminado por el pueblo…
Y él había intentado tragarse su desdén y esconder lo mejor posible aquello que no sentía desde la Gran Guerra: puro y simple miedo. Aquel hombrecito pequeño, tan retorcido de mente como lo era de cuerpo, Mefistófeles encarnado, había pretendido comprar su alma ofreciéndole el más alto cargo de la cinematografía del Reich, sin duda para producir a través de él la propaganda absoluta que su ministerio iba a lanzar a los cuatro vientos.
Fue entonces, sin atreverse a rechazar abiertamente aquel regalo emponzoñado, comprometiéndose sólo a medias, cuando Lang contestó con un hilillo de voz.
—Pero, aunque católica, mi madre tiene parientes judíos.
Y el pequeño Goebbels, tan retorcido de cuerpo como lo era de mente, sonrió mientras encendía un cigarrillo que sólo pudo cubrir de humo la perfidia de uno de sus ojos.
—Nosotros decidiremos quiénes son judíos.
Lang se despidió entonces, atosigado, para recorrer de vuelta la misma arquitectura de laberintos de puertas y pasillos y guardias armados que había seguido a la entrada, sin ser capaz de encontrar la salida. Cuando por fin llegó a la calle el aire no le hizo sentirse más libre. No regresó a casa. También allí lo estaba esperando el ogro.
Thea. La única persona que, a lo largo de los años, había admirado no sólo por su belleza, sino por su inteligencia. La compañera perfecta para un dios de las imágenes como era él. Sólo Thea había sido capaz de compartir sus visiones, de armonizar sus sueños, de jugar con él al juego de desentrañar el pasado, de revelar el presente, de anticipar el futuro. Su amante, su amor prohibido, después su esposa, también Thea se había movido al ritmo de Alemania. También ella había caído por la pendiente de la barbarie. Y él, mientras tanto, alejado y remoto, concentrado en su arte, se había dejado querer igual que en los platós se dejaba temer, hasta que de pronto, cuando se dio cuenta, paralelos todos a la República y su destino, un muro de camisas pardas y estandartes negros y rojos se alzó entre los dos.
Porque Thea, la divina, la romántica, la inteligente y ensoñadora, la que veía siempre las implicaciones de cualquier discurso, los matices de cualquiera de los muchos actos sociales que habían compartido a lo largo de los años, se había dejado arrastrar por la marea y había abrazado la causa del Partido. Y de pronto la mujer que creía conocer ya no hablaba por su propia boca y se había convertido en una consigna de aquellos mismos mentecatos a los que él había intentado ridiculizar en su última película. Qué extraña metamorfosis, despertar cada mañana y comprender que cada día esa mujer se iba volviendo más y más desconocida, como si el dedo de la política los empujara a cada uno a rincones distintos del tablero.
Lang no comprendía aquel salto al vacío, en qué momento Thea había sucumbido al nacionalsocialismo. Tenía que darse cuenta de que la inteligencia no debe nunca ensalzar a la barbarie. Y sin embargo lo había hecho. Era uno de ellos. Un vampiro de cejas fruncidas y habla en susurros que a todo anteponía la fuerza de la máquina. La máquina, que todo lo aplastaba. La máquina, que no callaría hasta que matara al mismo silencio.
Huyendo del miedo había acabado Lang buscando refugio en otras alcobas, decidido a hallar en otras carnes lo que antes había hallado en su relación con Thea von Harbou. Él se entretenía en un momento fugaz y ella buscaba las llamas de lo eterno. En ocasiones, Lang se preguntaba cómo ella no había advertido (¿o sí lo había hecho y, mientras rodaban, anotaba frases, descifraba gestos, delataba segundas intenciones a los camaradas de correajes negros?) la feroz sátira de su último Mabuse. ¿Tan hábil había sido como para engañarla todo el tiempo? ¿O acaso había sucedido al revés, y fue él mismo quien cayó, como un parvulito, en las redes de Thea, que se valió de su talento para iniciar la propaganda del nuevo Reich a través de su Metrópolis? En las horas de angustia de la noche, en esta misma larga noche de huida, Lang no estaba seguro de hasta qué punto, igual que él se había camuflado en sus personajes y sus discursos, ella no había hecho lo mismo. Y la duda, siempre, de si Lang se había casado con el equivalente de María el ser humano o, como temía, con su doble mecánico. Quizá Thea ya tenía mano en las alturas y, por eso, los dos habían salido bien librados del suicidio de Lisa Rosenthal, la primera mujer de Lang, cuando los sorprendió a ambos en flagrante delito de adulterio.
Por eso no regresó a casa y corrió en cambio al nuevo cubil de amor que había encontrado. Estaba seguro de que Thea lo sabía. Y también estaba seguro de que no le importaba: había encontrado un amor más intenso contra el que nadie podría competir. Un amor tan destructivo como son todos los amores absurdos.
El miedo, igual que la pasión, agudiza la lengua y el ingenio. Y así, con la misma soltura con que en los rodajes convencía a los actores con buenas palabras para que interpretaran las escenas con el ardor o el mimo que él precisaba (otras veces, cierto, era necesario sacar la fusta), confesó a su amante lo sucedido con Goebbels, y su decisión de escapar esa misma tarde de Alemania. No había tiempo de pasarse por bancos ni aeropuertos: el tren tendría que valer, antes de que la maquinaria se pusiera en movimiento y decidiera no seducirlo, sino amordazarlo. Ella lo escuchó con los ojos muy abiertos, aterrorizada también (¿quién no tenía un antepasado judío del que ahora avergonzarse?), y entonces Lang, imitando el gesto de Mabuse, entre copa de absenta y música de cámara, le prometió que en cuanto estuviera asentado en Francia la mandaría llamar. Conseguir sus joyas con la promesa de ponerlas a buen recaudo fue quizá la parte más fácil.
Y por eso estaba aquí esta noche, escondido en el vientre de la máquina, todo en orden menos sus pensamientos. El dinero oculto bajo la alfombra de un compartimento vecino, igual que parte de las joyas, camufladas detrás de la taza de otro lavabo. Quería dormirse pero cada sacudida del tren, cada alarido de su silbato se confundían con los cuernos y los perros de Hagen a la caza de Sigfrido. Huir de la pesadilla, escapar de las dentelladas de la máquina.
Y la ironía de dejar el pasado al este y escapar hacia un futuro que quizá le estaría esperando allá por donde se pone el sol, con mucha suerte.
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