Mismamente como Cary Grant, tío Archie, en aquella otra película donde salía con gafas. Monkey business, no sé si la recuerdan, o cómo pasar de ser un sabio distraído a un cuarentón con ganas de marcha.
Pues exacto clavao, oigan. Por la wii-fit. O la tabla, como dicen por ahí. Un invento diabólico que se le antojó a mis hijos (a Laura, para ser más concretos) y que, como los otros jueguecitos de la wii, me llamó la atención un solo día. Literalmente, oigan. Me llamó gordo, cosa que ya sé, no hace falta que me lo diga una máquina por la que encima he pagado un montón de euros. Hice el primer test de situación, y me dio una edad física, glups, de 62 años.
Eso fue a finales de julio. No había vuelto a saludar a la máquina de las narices, por desagradable: sé que estoy gordo, pero no tengo esa edad, y en ciertas cosas como ésa la coquetería me puede. La máquina, sin embargo, preguntaba muy educadamente por mí cada vez que mis hijos, mi mujer, o los amigos de mis hijos venían a casa a hacerse unas risas. "Oye, hace mucho tiempo que Rafa no entrena". Y luego largaba un sermón sobre encontrar un ratito al día y bla bla bla.
No sé si fue impresión mía, pero para mí que cada vez que me plantaba en el sofá, delante de la tele y el aparato, oía un leve carraspeo. Total, que claudiqué. Si las risas de los míos eran indicativos de algo, en cuanto me vieran hacer el indio iban a reírse de buena gana. Además, acababa de terminar una traducción (la tercera novela de John Scalzi, por cierto), y ya podía dedicarle unos minutos con tal de no dedicárselos a la novela que estoy escribiendo cuando me salta la chispa.
Hice mis ejercicios. Volví a hacer el test. No sé si la máquina es zalamera, si está programada para darte coba, o si el intentar no pasarme con la buena mesa lo que resta de verano (después de haber intentado lo mismo no con el éxito necesario en la Semana Negra, véase el blog de José Joaquín y su post de hoy, porfa) ha obrado algún pequeño milagro. Pero, cáspita, aunque pesaba más o menos lo mismo, miligramo arriba o miligramo abajo, de pronto mi edad wii se redujo a 43 años.
Más joven de lo que soy. Albricias, que decían en los tebeos de la escuela Bruguera. Media horita esquivando balonazos, llevándome por delante todos los banderines del mundo en el descenso del slalom, trabucándome los pies a ritmo de step y, si acaso, corriendo como un fantasma detrás de un muñeco que se vuelve para decirme que no lo adelante, y de pronto rejuvenezco seis añazos.
Como un jabato, he estado toda la semana allí plantado delante de la tele, haciendo el perla. Y sudando la gota gorda, todo hay que decirlo. La gota del gordo, seamos sinceros. Me he pegado de hostias con un saco de boxeo que te anima a que le des caña (aunque al final te diga que eres un blandengue), he sido campeón de salto de esquí, bailo el hula-hop con menos gracia que Enrique el de Enrique y Ana, que ya es decir, y hasta aguanto ochenta y pico segundos sin que se me apague una vela. Cierto, no he hecho yoga para nada. Los ejercicios donde hay que torturarse retorciéndose no se han inventado para mí, pero en recuerdo de aquellas cajitas de pastillas donde había que meter bolitas en un agujerito no se me da mal el equilibrio.
Total, que tengo mi sala de peligros virtual en casa y ya ni mi mujer ni mis hijos se parten de risa cuando me coloco en posición, el mando en la mano, descalzo como Tarzán cuando no era Ron Eli, a seguir desbloqueando juegos y a batirme a mí mismo en duelos que hacen poca sangre.
Hoy, una semana después, la máquina me ha felicitado muy efusivamente, no como algún profesor de gimnasia-y-fen que tuve en tiempos, y hasta me ha permitido cambiar el sello con el que marco mis avances y me ha dicho que he perdido kilo y pico. Y de regalo, me dice que hoy tengo cuarenta años.
Me voy al chino de la esquina a celebrarlo.
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