Tiene relación, lo de los bocadillos y los textos, con la narración y el diálogo en literatura. Lo segundo suele ser peligroso en cualquier novela: los personajes se crecen y pueden desviar las conversaciones a su antojo, inflando la novela y llevándola a vericuetos que obligan luego a meter la poda. Lo primero es, para el lector, siempre prolijo, aunque sea la principal característica de la narrativa (los personajes se definen por sus diálogos en el teatro).
¿Qué prefiero? Reconozco que me siento más a gusto en la narración. Le tengo mucho miedo a los diálogos, por las causas que indico más arriba, y porque a veces no logro conseguir la naturalidad que me exige la historia. Cierto es, también, que a veces he pretendido forzosamente que los diálogos no sean naturales: parto de la base de que la novela que el lector lee, sobre todo si está en primera persona, es una recreación consciente del personaje que redacta la historia y, por tanto, es subjetiva y hasta en gran medida es mentira. La narración me permite explorar mejor la psicología interior de ese narrador, o de aquello que retrata el narrador. Y darle más cancha al estilo, o sea, a eso de "escribir bien" que mucha gente malinterpreta por "escribir bonito" o "de estilo barroco", cosa que no siempre es cierta según qué historia escriba.
He escrito, creo, dos novelas enteras sin diálogos (Detective sin licencia y la inédita Los espejos turbios). Y, sin embargo, el lector apenas se da cuenta de ello, porque el habla gaditana está en toda la narración, y los diálogos "se oyen", o eso creo y pretendí. Muchos de mis relatos apenas tienen diálogos.
En el campo contrario, me tragué enterito a Jeremy Brett haciendo de Sherlock Holmes (en vez de empollarme a Conan Doyle) para que su Holmes (que es mi Holmes, mientras que por ejemplo para Rodolfo Martínez es Peter Cushing) sonara exactamente igual que en la serie. Creo que lo logré, o al menos yo sigo escuchando la voz de Brett y la voz de Penagos fifty-fifty cuando alguna vez releo Elemental, querido Chaplin.
No he escrito nunca teatro, a excepción de algún saqueo poco disimulado de Torpedo 1936 y de los cuentos del gran Bob Sheckley cuando montaba obritas con mis alumnos: nada del otro mundo, pillar los bocadillos (o la narración, una historia de Torpedo que representamos estaba sacada de uno de los relatos de Abulí) y plasmarlos, o esculcar los diálogs de los relatos. Una vez, hace mucho tiempo, empecé una obra teatral basada en El mercado, de Edward Bellamy, donde la acción se situaba en un circo y los personajes eran cuatro payasos. No estaba quedando mal, pero perdí el interés y luego perdí los folios.
Cuando escribo guiones de historieta, me gusta que los personajes se expresen con corrección. Que no sean todos adolescentes como, por desgracia, nuestros adolescentes han aprendido a leer como se expresan Spider-Man o Lobezno, por poner un par de ejemplos. Eso no quiere decir que alguno de ellos, como Mihura, el lumpen, no hablara en argot cheli (por ahí tengo El Tocho Cheli de Ramoncín, que me sirvió de mucho; recuerden que yo soy andaluz). Siempre he intentado, aunque no siempre lo he conseguido, que los textos de apoyo sean otra cosa, que no expliquen la acción. Por eso el poder sensorial de Estigma me permitía, en Triada Vértice (un título que, no sé si lo he dicho alguna vez, nunca ha llegado a convencerme; me gustaba más Trinidad, uno de los que descartamos), que el texto fuera por libre a la acción, redondeándola de otro modo. No suelen gustarme los textos de apoyo, no sé si queda claro, y admiro profundamente a Van Hamme, que en Thorgal no utiliza ni uno solo sin que en las historias que cuenta se les eche en falta.
Entre otras mil locuras, ando haciendo doblete como escritor estos meses. Al encargo de escribir una serie de historietas sobre la Constitución de 1812, propuse que no fuera la típica historia de didascalias con estampitas, sino que se contara la historia de la Guerra de la Independencia y las Cortes de Cádiz desde abajo, desde el pueblo que no es consciente de las magnitudes de la historia, sino que siente una guerra y sobrevive y se va llenando (o va llenando a su vez) de una idiosincrasia propia a los diputados que luego redactarían La Pepa.
En un experimento algo mochales, tras semanas de investigación, estoy trabajando en esos guiones como nunca había trabajado antes: partiendo de un borrador previo que es un relato. Al final, el relato no se parece demasiado al guión de historieta. O se parece lo suficiente para que veamos un mismo argumento desde prismas distintos... y procurando no repetir ni una sola palabra del relato. Como en teoría pueden ser doce cuentos y doce guiones, estoy jugando a que cada uno de ellos sea distinto a los demás. Llevo tres, a la espera de, allá por octubre, empezar por el cuarto.
Lo curioso, es que el primero de los guiones es mudo. Es decir, no lleva texto. O mi idea es que no lleve texto que explique qué está pasando. Confío en la capacidad del dibujante para que la anécdota mínima y sentimental que se cuenta se entienda perfectamente sin que el texto la aclare. El guión, por cierto, hizo levantar la ceja a quienes organizan. ¿Un tebeo sin palabras? ¿Entonces dónde está el guión? El guión está en las palabras que se usan para explicarle al dibujante que tiene que contar una historia sin palabras. Por suerte, los otros dos guiones, que son más convencionales (o al menos el segundo lo es), los han convencido de que no se trata de un capricho estético mío, sino una decisión narrativa.
En eso ando, mientras redacto una novela juvenil y procuro que el demonio que me roe ante la próxima novela que la siga no me haga abandonar las cien páginas de historia que ya llevo en curso.
El cuarto de los relatos que dará pie al cuarto de los guiones quiero hacerlo, curiosamente, sólo con diálogos, el toma y daca entre un bandolero y un diputado liberal camino de la Isla de León. Ya veré si soy capaz de llevarlos a ambos a buen puerto o si, por necesidad de la narración, tendré que escribirlo desde un punto de vista algo más convencional.
En octubre, ya digo. A ver si me sorprendo.
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