Ahora ya sabemos que está inspirada en una persona real, la esposa del propio Harold Foster, Helen, quizá el motivo de que la pequeña reina de las Islas de la Bruma sea griega. La maestría del autor, una vez más, vuela muy por delante de lo que se había hecho hasta entonces en el mundo del cómic, dada su capacidad de crear un personaje femenino como nunca lo había habido antes… y como muy pocas veces ha habido después. Podemos decir que muy pocas mujeres en la historieta han sabido hacerle sombra a Aleta, ni en belleza, ni en delicadeza, ni en la redondez de su personalidad. Foster, una vez más, engrandece el arte del cómic al acercar a sus personajes a los matices psicológicos de los que carecía, emparentándolo de nuevo con la novela.
Igual que gran parte de los personajes masculinos de los cómics, las mujeres del medio eran esquemáticas, estereotipadas, bonitas tontorronas en el caso de las buenas, bellezas desalmadas en el caso de las malas. Todas ellas de hermosura sin igual, algunas más sexys que otras, el descanso del guerrero o su acosadora. Recordar nombres (Narda, Dale Arden, Diana Palmer, Daisy Mae, Dragon Lady) es recordar mitos de la historieta, personajes irreales que permanecen casi siempre en segundo plano detrás de los héroes cuyas aventuras adornan. No es extraño que el matrimonio frustrado de muchas de ellas se convierta en tortura despechada cuando la enamorada al uso pertenece al bando de las villanas.
Con la introducción de Aleta en la serie de Prince Valiant, Foster da varios pasos de gigante que revalidan de nuevo su valía como autor, los inmensos hallazgos narrativos por los que fue ampliando las fronteras del medio de los cómics. De la épica medieval, Foster pasa al romanticismo más desaforado, y de ahí, sin cortarse un pelo, a la comedia de costumbres. Y luego, de nuevo, a la más pura épica. Foster ya había huido del concepto de la “novia eterna” cuando la gentil Ilene de los primeros meses de la serie perece ahogada en el naufragio del barco vikingo, y aunque los personajes femeninos no abundan en la saga, dada su temática guerrera más que aventurera, hay varios de ellos inolvidables: Sombelene, Melody, la bruja de la cueva del Tiempo, la burlada Bernice, las intrigantes Claris e Ingrid (ambas vikingas y ambas, paradójicamente, morenas), la atontolinada Katwein y la gélida Sigrid, por citar solamente a las solteras. Ninguna de ellas hace mella más que tangencial en el corazón del príncipe errante, porque ya el 2 de febrero de 1941 se había cruzado en su camino Aleta.
Leer de corrido, hoy, las aventuras de Val quizá no nos sitúa demasiado bien en el contexto en que la historia es entregada, página a página, semana a semana. Aleta aparece en un par de páginas y desaparece para regresar meses o años más tarde, una sombra rubia que participa, desde su primera aparición, de esa mezcla de ninfa y de hada que la convierten en un ser casi sobrenatural. Tiempo tendría Foster de hacer de ella la más terrenal y humana de los personajes femeninos de la historieta, pero es de nuevo un tributo a su capacidad de storyteller cómo nos hurta su rostro ya desde el principio, nublado por sus largos cabellos rubios, en consonancia con el delirio que Val sufre, náufrago en los mares griegos.
El segundo encuentro entre Val y Aleta, casi diez meses más tarde, trae consigo el malentendido de su enfrentamiento. En dos páginas, Foster nos muestra ya claramente el rostro sereno de la muchacha, la serenidad con que lava sus cabellos en el estanque y cómo recibe sin parpadear el reproche airado del príncipe, para ayudarlo de nuevo, sin que él lo pida, a escapar de la isla.
Valiente continúa sus aventuras por el mundo, y Foster se las arregla a la perfección para mantener en él, y en nosotros los lectores, la llama del amor incomprendido hacia un rostro que apenas hemos visto un par de veces. El melodrama de la búsqueda y la confusión de la atracción del joven príncipe entre su amor y la hechicería se potencia con el oportuno accidente que lo priva de la memoria, las fiebres que contrae en el viaje y, sobre todo, la muerte del fiel escudero Beric. Cuando Val aparece como un fantasma shakespeariano, Ulises redivivo, Paris medieval, para interrumpir la ceremonia en que la joven reina va a elegir esposo, la serie se zambulle de nuevo en la tragedia.
Y es entonces cuando Foster tiene por delante la tarea más difícil: convertir a Aleta no en un rostro hermoso, ensoñado y odiado, adorado y temido, sino en un personaje que pueda trocarse, a partir de ese momento, en parte inseparable de la historia del Príncipe Valiente. Quienes reprochan a Foster su sentido clasicista de la narración no han leído a conciencia, y estudiando cada plano y cada escena, la continua lección que son las páginas que comienzan con el secuestro de Aleta y culminan con la boda en el bosque italiano entre los dos personajes. Constreñido por la escasez de papel, y temiendo que la plancha dominical de los periódicos se redujera a dos tiras y no volviera nunca a recuperar su tamaño cuando terminara la Segunda Guerra Mundial, Foster se saca de la manga una serie menor, El castillo medieval, una serie de anécdotas sobre la vida de dos familias inglesas (¡y donde uno de los protagonistas, el señor del castillo, ni siquiera tiene nombre!), como parapeto para conservar la página entera en los periódicos donde se publica Prince Valiant. Lo que podría convertirse en un handicap, contar el romance sui generis entre Val y Aleta, se vuelve gran hallazgo narrativo: las seis viñetas escasas (a veces cinco, a veces hasta tres) donde Foster hace avanzar su trama cada semana posibilitan, de este modo, un cliffhanger continuado, que cuenta la ordalía en el desierto y las continuas peripecias de una manera que impulsa a seguir leyendo con el corazón en un puño.
Foster sabe que en esta aventura se está jugando el destino de su personaje, y de manera muy inteligente arrincona a Valiente y, durante todas las páginas en las que secuestrador y secuestrada recorren el desierto, es Aleta la que lleva, literalmente, las riendas de la historia. Val está enfermo, enloquecido, debilitado. Y Aleta, sin perder nunca la calma, es la que se las apaña para que ambos sobrevivan al tiempo que consigue que los lectores empecemos a admirarla y a amarla. La tragedia da paso a la comedia, Aleta se revela como una mujer inteligente, valiente, decidida… e intrigante. Nunca un beso ha sido más esperado en la historia de los cómics… y nunca la felicidad de dos personajes, hasta Steve Canyon décadas más tarde, ha sido más retrasada que por la aparición de Donardo, el emperador ladrón.
Foster está haciendo un cómic adulto, y alejado de tópicos, de ideas ñoñas y de infantilismos, describe el serrallo de Donardo, su intento de violación a Aleta, la homosexualidad de su delicado hijo, igual que luego aborda el adulterio entre Ginebra y Lancelot sin medias tintas o muestra la depravación de los nobles parisinos. Hay una delicadeza infinita en la escena en que Aleta confirma a Val, separados ambos por la muralla, que sigue siendo doncella: “¡Mi corazón es tuyo solamente y por ti esperaré hasta el final de los tiempos, mi príncipe!”.
Rompiendo de nuevo barreras, Foster casa a Val y Aleta, y a partir de entonces la serie gana en realismo doméstico, ensalzando tanto la vida en la pareja como la aventura épica. Igual que en el retrato de la vida en los bosques, las trampas de caza, las construcciones, los barcos se nota que hay detrás una experiencia vivida y amada, el matrimonio del príncipe y la reina se llena de jugosas anécdotas, peleas y reconciliaciones, separaciones y guiños amorosos que suenan a reales porque sin duda fueron de verdad. Foster no es sólo un gran observador de su entorno, sino del ser humano, y sin duda Helen, su particular Aleta, era el ser humano que más cerca tenía.
Aleta proporcionará momentos humorísticos (observen la genialidad de la escena del oso en el estanque de la página 489), y momentos de pura épica que nos esperan en el próximo número: el encontronazo con Ulfrun, la llegada a América, la maternidad, donde Foster mostrará a Aleta más bella que nunca, con esa mirada de felicidad que sólo quien ha sido testigo de esos ojos y ese momento es capaz de retratar.
There never was a woman like Gilda, que decía la propaganda de la inmortal película. Nunca hubo, en la historieta, una mujer como Aleta, la reina de las islas de la Bruma, la de los cabellos rubios en los que tan magistralmente se recreaba su autor. Aleta, que sin duda causó entre las demás mujeres del mundo de los cómics la misma impresión de envidia y admiración que, entre las damas de Camelot, provocó su llegada desde el cálido sur de luces doradas y aguas azules y sonrisas de diosas.
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