No falla. Llega el verano y el personal se despendola. El personal de los bares y restaurantes, quiero decir. Manda huevos, que dijo el otro. Y eso que yo no quería ni manteca colorá, como pedía el otro señorito, sino una cerveza y una racioncita de acedías de Sanlúcar, que las anunciaban con tiza en la pizarra colocada a la entrada.
No falla. Se les llenan los bares y restaurantes de clientes, pese a la crisis o quizá a causa de ella, y parece que los tíos ya han hecho caja mentalmente. O saben que el dinero va a parar a las arcas de otro. Porque de pronto se olvidan no de que estés allí sentado, esperando, sino de cuál es su trabajo.
Llegamos, los cuatro. La terracita, bien apañada, con unas diez mesas de las cuales hay libres tres o cuatro. El único sitio donde se puede entrar, porque todo lo demás está de bote en bote, y a pesar de que sé que nos van a meter un clavazo.
Nos sentamos. El camarero está atendiendo a otra mesa. Vale. El camarero se va a la barra que asoma a la calle, se pone a charlar con otro camarero, se vuelve, se mete las manos en el delantal, sirve una cerveza a otra mesa. Le dice a un cliente que no, no quedan aceitunas.
Pasan cinco minutos y al camarero todavía no le ha dado la gana de acercarse a la mesa donde estamos, los cuatro, esperando que se de cuenta no de que estamos allí sentados, sino de que su trabajo es, precisamente, venir a preguntarnos qué queremos, entregarnos la carta, preguntarnos las bebidas, engatusarnos, y luego tenernos allí esperando a que llegue la comanda todo el tiempo que le venga en gana.
Cruzo una mirada con mi mujer. Ella se sonríe, porque me conoce. Cuento hasta cinco. Me levanto. Nos levantamos. Nos marchamos.
Tarareando, eso sí, la marcha imperial.
Primero de los sitios de toda la vida que se ganan la cruz este verano.
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