En Barajas, el domingo a mediodía. Espero en el avión, sentado junto a la ventanilla, ese asiento que no me gusta porque el pasillo me permite salir antes. Todavía no funciona el aire acondicionado y estoy sudando, porque he tenido que correr dos veces toda la maldita T-4 de una punta a otra por aquello de cambiar dos veces de puerta de embarque. Mientras los demás pasajeros van ocupando sus lugares señalados, yo me entretengo viendo cómo el personal de tierra va cargando los equipajes.
Y entonces, entre las máquinas y las turbinas y los aviones, una motita amarilla que aletea nerviosa. Un detalle de vida minúscula entre el hormigón y el hierro. Una mariposa en un aeropuerto que me recupera fugazmente del cansancio, y la impaciencia.
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