Aunque el calor de los días pasados nos pueda hacer creer que llevamos ya toda la vida sudando, lo cierto es que el verano, como estación vacacional, empezó el fin de semana o, como mucho, empezará mañana, uno de julio. En Cádiz, ciertamente, somos más de considerar que el verano-verano es agosto, mientras que algunos gaditas irredentos, de esos de los que habla Juanjo Téllez en su libro, prefieren septiembre por aquello de la paz, la tranquilidad, y el halo romántico de la playa para ti solo.
Porque el problema del verano es que la ciudad que sonríe ya no es para nosotros solos. Durante sesenta y tantos días, tendremos que compartir nuestros tesoros y nuestros desdoros con gente que vendrá y pasará, que nos echará el cable económico al mismo tiempo que nos pillará las terracitas y se quedará con las últimas raciones de cazoncito en adobo, que nos copará los parkings y se desesperará como nosotros con las caravanas y escuchará los ruidos a deshora, sorteará caquitas de perro y meadas quinceañeras, alucinará con tortillitas de camarones que lo mismo hasta son congeladas, y lo mismo hasta se compra una camiseta del Cádiz para fardar por otras tierras de lo nuestro que, insisto, en este tiempo ya no lo es tanto.
Habrá gente que se considerará gaditana nada más respirar dos veces el aroma del mar y ver con cara de explorador indio una de esas puestas de sol de película japonesa que tenemos todas las tardes, y habrá quien pasee su malage en chanclas y colorado como un cangrejo. Habrá quien desembarque en el muelle y pasará de largo porque a las cuatro de la tarde, que es la hora en la que atracan los barcos, está todo el mundo de siesta (¿es que los barcos no pueden atracar a horas en que la gente sea gente, Dios mío de mi alma?), y quien haga fotos, despistado y encantado al majara que pasea por la playa con la cruz a cuestas, como si eso fuera nuestro y típico, o se preguntarán si el pajarraco oxidado ante las Puertas de Tierra es un monumento a las cajas de ahorro confederadas o a los bichos de Parque Jurásico ahora que se nos ha muerto Stan Winston.
Se nos asustarán, los pobres, cuando a las tres de la tarde el chunda-chunda de cualquier discoteca móvil los haga odiar todavía más que hace dos meses al señor Chiquilicuatre o al señor ése que pregunta ma cuale idea y que ahora nos hace tanta gracia y que la semana que viene nos parecerá un coñazo. Y darán un salto de estupor cuando, de madrugada, les llamen al telefonillo por puras ganas de cachondeo, o los despierte el canturreo de un grupo de aficionados a las comparsas juveniles (esas que tanto entusiasman a Pepe Monforte). Disfrutarán felices del sol y el cachondeo, y dirán que vivimos en la mejor zona del mundo... porque todos vivimos en las mejores zonas del mundo cuando estamos de vacaciones y duran los euros. A ellos, claro, los tratarán a cuerpo de rey allá donde decidan tomarse su tintito de verano y su racioncita de gambas, porque por lo visto a los gaditanos-de-verdad se nos nota el tipo del fenotipo y se nos puede tratar con la punta del pie en los sitios donde, por lo demás, dejamos la pasta todo el año.
Luego, allá por septiembre, nos harán el balance y nos dirán que la cosa ha estado chunga, que se nota la crisis y patatín y patatán. Pero anda que no nos habrá costado trabajo encontrar una mesa libre en cualquier parte, casi tanto como encontrar a un vendedor de patatas o refrescos por la playa en el justo momento en que se te apetece tomarlas (la ley de Murphy aplicada a la Victoria, oigan).
En fin, que ya está aquí y ya están aquí. El verano y los veraneantes. Gaditanos esporádicos que lo mismo entienden pronto cómo es y de qué pie cojeamos todos en esta ciudad, o no se enterarán de la misa la media aunque vuelvan a casa muy contentos porque hayan aprendido a decir picha.
Bienvenidos. Que nos seamos leves unos a otros.
Publicado en La Voz de Cádiz el 30-06-2008
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